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María de los Ángeles Santana (XVII)

22 de marzo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

El texto continúa hoy en la parte en que la Santana describe la casa de La Víbora, donde habitaría con sus padres, tras regresar a La Habana del central Constancia.

Después del primer dormitorio, seguía el baño intercalado, que en esa época le otorgaban mucho valor al proponer la venta o el alquiler de una vivienda, puesto que generalmente se situaban al final de ellas, lo cual considero una sabia medida. Por muy limpio que sea, un baño es un baño, y no debe estar tan próximo a la habitación destinada a dormir. Pero al llegar a la Víbora estaba de moda el baño intercalado, que separaba el cuarto de mi padre del de nosotras, las niñas. Este aposento mostraba su carácter infantil con nuestras camitas. Crecí y crecí, me convertí en una amazona subida en la bicicleta, patinando, montando de cuanto hay, y mis piernas se salían de la famosa camita, que resultaba pequeña. ¡Pero qué cariño le tenía!

Venía a continuación el comedor con un hermoso juego de la mesa, con las sillas, el aparador y la vitrina. Todo sin demasiados lujos, porque mi padre y mi madre nunca fueron amigos de la opulencia, sino de la comodidad de los muebles. Luego se encontraba la cocina, con su fogón de cuatro hornillas de carbón, y en la que se practicaba otro rito cotidiano al encenderlo por las mañanas para colar el café. Invariablemente sentí curiosidad y placer en contemplar cómo poco a poco prendía el fuego en aquella leñita; en respirar el olor característico del carbón traído a la casa en grandes sacos y que se guardaba en un depósito llamado la carbonera, de la cual se recogía con una palita para ponerlo en las hornillas. En la cocina podían apreciarse las cazuelas de barro de mi madre, que, aparte de ser lindas, le daban un sabor especial a las comidas. Era maravilloso contar con un juego de ollas de este tipo, que al comprarse traían una especie de pátina, de barniz, y, para «curarlas», cogían cáscaras de plátanos, las rebanaban, las machacaban y después se las pasaban.

Todo rezumaba limpieza en esta área de la casa en que se preparaba la alimentación, algo de suma importancia en la vida hogareña. Yo disfrutaba mucho de los usuales jugos de naranja, de guayaba, de anón, de mango, de uva, de chirimoya, de fruta bomba; de los platos asados en el horno, acordes con el lujo que podía darse una familia modesta: pollo, guanajo, pescado y, al llegar determinados festejos, lechón o venado.

¡Qué decir de las croquetas y de las frituras! ¡Aquellas deliciosas frituritas que quedaban crocantes! Y del conocido ajiaco, un plato típico de Camagüey, que fue una de las especialidades de mamá. Mezclaba las viandas y cuidaba que sólo se ablandaran hasta un punto determinado para que pudieran saborearse los trozos enteros. Al ajíaco se le agregaba pollo, chorizo o carne de cerdo. Después venía la repostería. Esas natillas, esos pudines, ese arroz con leche, del cual no he vuelto a saborear otro como el de aquel tiempo. Se le echaba cáscara de limón, vainilla, canela y otra serie de aromas que le daban un sabor especial a un plato tan exquisito y sin ciencia alguna en su elaboración. Cosas así salían de la inolvidable cocina de mi madre.

Y, al final de la casa, se hallaba un cuartico de desahogo para guardar frazadas de piso, escobas, cubos; así como un pequeño baño, por si no se deseaba que alguien utilizara el intercalado.

A mano derecha de nuestra vivienda, había un pasillo de un metro de ancho que la separaba de la casa de al lado, numerada con el 37. Mi padre la adaptó a las exigencias de un consultorio médico, al cual le hizo propaganda en unas hojitas de papel que distribuía por las noches en la Víbora. Tenía el salón de espera de los pacientes y el gabinete, con su buró y los estantes para sus numerosos libros. Contaba también con un baño y una habitación con recursos para efectuar rayos X; análisis de sangre, de orina, de esputo; curaciones e, incluso, pequeñas operaciones. Y al lado de ese consultorio, él mandó a erigir un pequeño garaje para guardar su automóvil marca Ford.

Ubicada al fondo de mi casa, pero separada totalmente de la misma, quedaba una cuartería de madera y tejas, que mi padre adquirió junto con el terreno en que iba a construir. Él mandó a ponerle servicios sanitarios y el alumbrado eléctrico, de lo cuales carecían sus habitantes. Un señor se encargaba de atenderla y de cobrar las mensualidades a los inquilinos, mientras que su esposa se responsabilizaba con la limpieza.

(CONTINUARÁ…)

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