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Palabras no son solo palabras

2 de noviembre de 2018

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Cachorro-Labrador-NegroÉl consiguió relegarla a un último lugar en la atención de la familia. Y temía que la enviara a un lugar más lejano. Comprendía lo absurdo de la situación. No se consideraba todavía con alzheimer y menos con baches cognoscitivos de importancia mayor que la del olvido de algún nombre de vez en cuando.
Esta idea fija nacía de hechos ocurridos desde que anunciaron su próxima presencia, los preparativos para el recibimiento del día inolvidable en que toda la familia menos ella, siempre relegada al hogar, se unieron en la búsqueda y entraron en la cocina con el trofeo cargado y gimiendo porque extrañaba la teta de la madre. Casi a coro le pidieron que preparara leche para aquella bola negra de pelo en el plato comprado para el día antes, puesto junto al cajón acolchado dispuesto en su reino mayor, pues ella por orden del clan, debería ocuparse del cachorro mientras ellos estuvieran en sus compromisos laborales y de estudio.
Su astuta hija entregó al recién llegado a su nieta más pequeña, quien en su sonrisa inocente le ordenó el mayor cuidado con “su mascotita” pues todavía no había acuerdo para el bautizo o del nuevo y privilegiado habitante. El aludido la miró con expresión de susto y emitió un gemido alto. Era un animal inteligente y adivinó que en el rostro de ella no se leía la adoración ilimitada.
Desde hacía un mes, en la tarde, tan pronto traspasaban la puerta de entrada, niños, adolescentes y padres repetían idénticas preguntas: ¿Cómo ha pasado el día?, ¿tomó toda la leche?, ¿ya aprendió a hacer pipi y caca en la arena del patio?, ¿jugó con la pelota y los otros juguetes? Con la profesionalidad de una asistente de guardería, explicaba el cumplimiento del horario de vida del todavía cachorro sin nombre fijo porque cada uno lo llamaba a su manera y el muy listo, respondía a todos.
Y decía la verdad, tenía buen corazón, lo cuidaba al máximo. Era incapaz de maltratar al animal y más cuando el bribón la perseguía por toda la casa y esperaba ansioso la atención, que le dijera alguna palabra de orden o de cariño, porque estas salían de sus labios a pesar del desagrado causado por la preferencia de los suyos por el peludo. Apenas la atendían cuando hablaba de los precios de las frutas compradas ese día o de lo difícil que le resultó cuajar los frijoles y menos, si trataba de trasmitir alguna incidencia triste de los vecinos. Pensó entonces que el “sin nombre” era el elegido porque no hablaba y repartía alegría sin pedir nada a cambio. Y ellos venían cansados de palabras.
Aquella reflexión la hizo abandonar los quehaceres. Salió al patio y él la siguió. No tenía deseos, no fue a su baño público. Esperaba atento por su voz. La anciana se sentó en el viejo sillón desahuciado de la sala y lo cargó. Durante un buen rato lo llenó de las palabras dichas a los niños de antes que, por lo visto, todavía agradan a los cachorros de hoy. Él las necesitaba. Ella también, decirlas.

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