María de los Ángeles Santana (II)
12 de octubre de 2018
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Una introducción necesaria
El 2 de agosto de l9l4 la prensa internacional informa acerca de las operaciones militares que inician en Europa la primera guerra mundial. Para el comienzo de las acciones bélicas se esgrime como pretexto el atentado con que, el 28 de junio de ese año, el estudiante servio Gavrilo Princip, ultima las vidas del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono de Austria, y de su esposa, Sofía Chotek, duquesa de Hohenberg, en Sarajevo, la capital de Bosnia, hasta aquel momento una tierra pastoril, bañada por aguas de los ríos Bosna, Drin y Save.
Dos bloques de naciones —fruto de viejas alianzas— protagonizarán en tal coyuntura el «[…] conflicto de las fuerzas más gigantescas que jamás hubiera visto la humanidad». De un lado aparece la Entente, integrada por Inglaterra, Rusia y Francia; y en el otro, la Triple Alianza, a la cual pertenecen Alemania y Austria, además de Italia, que durante meses mantiene una actitud neutral.
Acorde con lo que ese segundo día de agosto publica el rotativo cubano El Mundo, el estallido de la conflagración traería consecuencias inmediatas en el resto del planeta y recordará «[…] por su magnitud y trascendencia, guerras religiosas entre católicos y protestantes de Europa, la revolución francesa, las conquistas de Napoleón el Grande…».
Ante los sucesos en suelo europeo, la prensa habanera vaticina, a su vez, la llegada del «[…] mayor número de turistas que jamás vino a Cuba. Lo malo es que después de las cuevas de Bellamar, las canteras de Aulet y el cementerio de Colón queda poco que ver, a no ser los teatros indecentes, los anuncios en las paredes y la niñez desnuda. Aún no tenemos un prado, ni un lago, ni una fiera enjaulada y cuando el visitante nota tanta reja de hierro, en puertas y ventanas, nos sonreímos y le explicamos que esos son pequeños resguardos que regalamos con cada máquina de escribir Underwood».
Periódicos cubanos refieren asimismo, el 2 de agosto de l9l4, que ocho mil obreros tabacaleros de La Habana y del interior del país, pasan a la condición de desempleados tras cerrar las fábricas en que laboran, pues las autoridades no conceden garantías a los dueños para el embarque del producto, lo que les impide cumplir solicitudes procedentes de Europa.
Si bien tan dramático hecho afecta a un sector de los casi dos y medio millones de habitantes que a la sazón posee Cuba —gobernada por el conservador Mario García Menocal— en esa fecha no se altera el interés de una gran cantidad de personas hacia las ofertas de cines y teatros de la capital. La más notable corresponde a las presentaciones, en el Payret, de «La Bella Oterita», bailarina española de fama mundial, que reverdecerá sus éxitos habaneros de cuatro años atrás.
Y a pocas horas de las ovaciones tributadas a una figura que como expresa la clamorosa propaganda de sus actuaciones, es «reconocida en América y Europa», en una casona de la calle Manrique nace una niña a la que nombran María de los Ángeles Santana Soravilla.
Nací a las dos de la mañana del 2 de agosto de l9l4 en una casa de dos pisos numerada con el 7l en la calle Manrique, entre San José y San Rafael, en Centro Habana, la cual aún existe. Era la vivienda de mis abuelos paternos: Juan Santana Rodríguez y Juana Rodríguez García, quienes, una vez casados, vinieron a este país desde Las Palmas, en Gran Canaria, de donde ambos eran oriundos.
Casi tengo la seguridad de que se asentaron en Cuba durante la segunda mitad del siglo XIX, a juzgar por las fechas de nacimiento en la capital de sus tres hijos: Mercedes, Juana y Santiago, mi padre. Aquí emprendieron su vida ya que, como muchos otros españoles, se enamoraron del sol radiante del Caribe y el trato maravilloso del cubano. Se sintieron tan a gusto que, aunque viajarían en unas dos ocasiones a su tierra natal, regresaron, al extrañar la semilla que ambos plantaron en La Habana.
Constituían un matrimonio similar a los de todos ellos: celoso del hogar, la familia, la educación de los hijos, la religión católica que profesaban y, principalmente, trabajador. Mi abuelo Juan Santana se dedicó al negocio de víveres, y su casa de la calle Manrique se prestaba mucho para ese tipo de actividad. En la planta baja estaba el expendio de leche de vaca, de frutos menores, de lo característico del mercado en la época; y en la parte superior, donde nacieron los tres hijos, se encontraban los dormitorios, una sala sumamente espaciosa, el baño y la cocina. Contaba también con una amplia terraza, que era el sitio predilecto de las mujeres de la casa, mientras bordaban y cosían, pues, por las costumbres de aquel tiempo, no trabajaban en la calle. Se entretenían mucho haciendo labores de punto para el disfrute de sus allegados o regalarlas en ocasión de los onomásticos. Mi abuela siempre mantuvo llena de plantas esa terraza, en la que sembró hasta una parra, que cuidó con verdadera pasión, y daba unas uvas muy dulces.
El abuelo Juan respetaba la forma de ser y los gustos de los demás. En cambio, mi abuela Juana se mandaba un tremendo carácter, por algo pudo formar la familia que tuvo, la cual le dio frutos espléndidos. Fue una mujer bastante acertada en sus juicios con respecto a lo que representaba una familia de bien y educada en la fe cristiana. Una de sus premisas fundamentales consistía en: «A partir de Dios se alcanza todo. Negándolo a Él, nada».
En ese medio se formó mi padre, que nació en l887; fue el benjamín del hogar y, por lo tanto, complacido en la mayoría de sus deseos. Incluso, nadie se inmutó al ver su tendencia a romper con la tradición de las familias de ocuparse, dado que era el único varón, del negocio paterno, que estaba bastante floreciente. Desde la niñez mostró inclinación por la pintura, la escultura, y en la adolescencia llegó a recibir algunas clases en la Academia de San Alejandro, por cuyas aulas pasarían maestros y alumnos ilustres.
Coincidentemente, comenzó a interesarse en la Medicina. Pero en ese momento, su madre —que reaccionaba como una beata consumada y sólo le faltaba ponerse un hábito— influyó en el esposo y ambos le dijeron a mi papá: «No. Antes queremos que estudies en un seminario de Italia». Esto se debía a que en esos años muchos padres opinaban que lo mejor que podían legarle a los hijos se encontraba en la Iglesia católica. Sostenían la acendrada idea de que los lugares en que nunca iban a tropezar con problemas eran una iglesia, un monasterio. Entonces, aceptó complacerlos, quizás con el acicate de lo que para él significaba ir a Italia, cuna de tantas maravillas del arte.
Así fue como lo mandan a estudiar la carrera de sacerdote en el colegio Pío Latino Americano, de Roma, donde mi padre entabló amistad con laicos y alumnos del seminario que lo ayudaron a valorar la riqueza artística que atesora Italia. Él amaba la pintura y se metía de lleno en museos, en galerías, conocía obras de arquitectura, al mismo tiempo que visitaba los grandes teatros y se informaba de todo lo relacionado con la literatura.
Una vez reafirmadas en su mente las experiencias útiles e inolvidables que le dejó esa nación, tuvo la valentía de escribir a sus padres y les explicó que, si ellos lo autorizaban, estaba dispuesto a permanecer allá con vistas a ampliar y concluir los estudios de Pintura, los cuales lo tenían sumamente apasionado, y prepararse para hacer los primeros cursos de la carrera de Medicina, su máximo deseo. Porque a pesar de sentir sumo respeto hacia el sacerdocio, carecía de una verdadera vocación para el mismo, pues debía efectuarse una absoluta renuncia a todo lo mundano. Y a él, por el contrario, le interesaba mucho el mundo, al brindarle tanta belleza y oportunidades.
Al llegar a ese extremo, sus progenitores le contestaron que le daban su conformidad para estudiar Medicina, pero en Cuba, a la cual —como aparece en unas anotaciones de papá— llegó a bordo del vapor Monserrate a las seis y treinta de la mañana del l8 de julio de l903, luego de pasar por puertos de Génova, Nápoles, Barcelona, Málaga, Cádiz y Nueva York.
De nuevo aquí, se afanó en su objetivo. Estudió con ahínco; y, aunque no sé porqué motivo lo hizo en esa ciudad, en el verano de 1910 se presentó a exámenes ante un tribunal del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de Pinar del Río, que le expidió el título de Bachiller en Letras y Ciencias, y pudo inscribirse ese mismo año en la Universidad de La Habana para empezar los estudios de Medicina.
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