En busca de la tranquilidad perdida
6 de octubre de 2018
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Algunos analistas achacan la violencia imperante en México, con cifras records de asesinatos, a la pérdida del control unipartidista gubernamental, refiriéndose a que cuando el poder estaba controlado solamente por El Partido Revolucionario Institucional (PRI) todo marchaba sobre ruedas, no había tantos crímenes, el narcotráfico era inexistente y las instituciones públicas y privadas gozaban de mayor aquiescencia.
Incluso The New York Times restaba importancia al hecho de que, al igual que muchos estados similares, el control de los funcionarios locales se daba a través del clientelismo y la corrupción.
Es decir, esto último, para NYT no tiene la mayor importancia, a pesar de la manifiesta deshonestidad que ello conlleva, porque, luego, cuando el sistema vivió los cambios políticos después de las elecciones del 2000, algunos carteles de la droga llenaron el vacío a nivel municipal y estadual, sobornando a presidentes municipales, policías locales y jueces. El Ejército y la Marina mexicanos eran los únicos con las armas y la percepción de autonomía como para responder a los narcotraficantes. Nada más falso.
Así que se inició la guerra contra las drogas, en la que han muerto decenas de miles de personas. Pero la situación también generó una serie de problemas que alimentan una violencia cada vez más frecuente y extensa.
En el 2006, un nuevo presidente, Felipe Calderón, y un nuevo cartel recurrieron a medidas extremas y actualmente se siguen viendo las consecuencias.
La implosión de los carteles colombianos detonó en México una feroz competencia por el control del tráfico de drogas. Un nuevo cartel, La Familia Michoacana, se desprendió de una agrupación mayor y luego consolidó su poder mediante el despliegue de una violencia casi teatral. Aunque los objetivos de los ataques se centraban en otros carteles, lo macabro de los ataques impactó al país.
Ese mismo año, Calderón ganó la presidencia por un margen muy estrecho. Los organismos electorales y los monitores avalaron el resultado, pero su oponente de izquierda, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), lo calificó como ilegítimo. La victoria cuestionada y apretada dejó a Calderón sin un mandato sólido.
Poco después de asumir el cargo, el nuevo presidente declaró la guerra contra el narco y sacó a las fuerzas armadas de los cuarteles para pelearla.
Los críticos aseguran que Calderón quiso legitimar su presidencia mediante una demostración de fuerza, hecho que fracasó, y la cuestión empeoró con la asunción del hoy mandatario saliente, Enrique Peña Nieto, tras ser birlada nuevamente la victoria a López Obrador.
Por fin, después de tantos fracasos y estar abocado el país al caos, el candidato izquierdista ganó holgadamente unas elecciones democráticas (miles de opositores priistas votaron por él), y ahora espera el primero de diciembre próximo para asumir la presidencia, con un amplio programa de beneficios sociales al más desfavorecido en la muy desigual sociedad mexicana.
En cuanto al combate a la violencia López Obrador se dispone a hacer regresar al ejército a sus cuarteles, y crear una especie de milicia, con ingredientes civiles, que hagan imposible la represión indiscriminada.
Él se propone la consecución de un amplio programa para combatir la violencia, en la que destaca que ésta no se puede combatir con más violencia, al tiempo que brinda oportunidades para hacer mejorar la calidad de vida del pueblo, con lo cual alejaría la tentación de ganar un supuesto dinero fácil con métodos sucios y crimínales.
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