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Hay gente buena que anda por ahí

6 de octubre de 2018

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gatito_de_pie-830x467Sintió el ruido. Y con el ruido, el miedo. Venía de la cocina. ¿Dejaría abierto el ventanal? Las rejas la protegían, pero nunca se sabe. En la calle, los ladridos de los perros cubrían cualquier sonido. Al fin, entró en la cocina. Asomada al ventanal abierto, imaginó a los perros amotinados en la alta cerca separadora del jardín de la calle. Entraría alguna rata. A las ratas no le tenía miedo. Venía de tierras de espesuras y aprendió a apedrearlas y en la dejada cocina de tabla, a matarlas a escobazos. Tomó la escoba aliada. Revisó los rincones. Buscó debajo de los muebles y encontró la causa del alboroto.
En verdad, lo encontrado tenía el aspecto de una rata de monte. Era un maltratado cachorro de gato. Pequeño, flaco, tan cubierto de polvo que el negro pelo tenía tonos grises. En los ojos amarillos, reconoció el terror. Se estremeció. Unos meses antes lo había conocido.
Provenía de un caserío de puertas de saco en que los gallos intercambiaban gallinas y los huevos se repartían. Confiaba en todo el mundo y desoía los consejos de estas vecinas de ciudad. “Tú vives sola, la gente sabe que enviudaste y tu hijo trabaja en el extranjero. Hay gente mala que anda por ahí”. Les sonreía y miraba su jardín de flores y hierbas aromáticas y curativas regadas en desorden que tanto la hacían recordar la libertad de la infancia.
Aquel hombre de rostro bondadoso abrió la cerca y asomándose a la ventana abierta le dijo que traía una carta del hijo ausente. Alegre y confiada, abrió la puerta. Al cerrarla, aquel hombre de rostro bondadoso la agarró por el cuello y la arrastró hasta la habitación. Casi ahogada, le entregó unos dólares guardados. El maldito exigió más. La golpeó en el rostro y el vientre. No recordaba. Despertó en la cama del hospital.
Después le contaron que aquel malvado la creyó muerta y al salir huyendo, unos vecinos lo vieron, lo atajaron y a ella la recogieron, sangrante y desmayada.
Vivía protegida. Encerrada en la alta cerca de cemento y alambre, las ventanas enrejadas, llavines de cárceles peligrosas, luces en todo el patio y el jardín, tal como lo dispuso su hijo antes de partir. Pagaba el precio de una soledad aumentada con el recelo hacia el prójimo. Solo el contacto humano a través de las aberturas de la cerca con sus cerrojos especiales propios. Y el miedo que no la abandonaba. El maullido desesperado del gato, le cerró el recuerdo de su propio terror. El animal sabía que la escoba golpeaba, mataba. La tiró a un lado. Le habló con dulzura, lo cargó, lo acunó en su pecho. Con el trapo del suelo le preparó la primera cuna. Entre arrullos, lo depositó. El animal esperanzado, se acurrucó. Continuó hablándole mientras le preparaba la leche. Tranquilo, la esperó. Y al terminar la última gota, emitió un maullido diferente que ella entendió al verlo acomodarse para dormir. El gato confiaba. Ella volvería a confiar en los demás.

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