El diario inconcluso
12 de junio de 2018
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El doce de junio de 1929, hace 89 años, nació la niña judía alemana Ana Frank, mundialmente conocida por su Diario íntimo donde dejó constancia de los casi dos años y medio que pasó ocultándose de los nazis en Ámsterdam, durante la Segunda Guerra Mundial.
Setenta y tres años después, en esa misma ciudad, la Organización Internacional del Trabajo instituyó la jornada como Día Mundial contra el trabajo infantil, con la necesidad de una acción urgente para poner fin a este problema.
Se sabe que en el mundo un gran número de niños están involucrados en trabajo doméstico, remunerado o no, y que son particularmente vulnerables a la explotación. Se pide para este y todos los días del calendario, la realización de reformas legislativas, la protección adecuada para los jóvenes trabajadores y la toma de medidas para promover el movimiento mundial contra el trabajo infantil.
Desde Cuba también se hace un llamado para erradicar esta lamentable realidad. Solo que el ejemplo de la mayor de las Antillas, se impone sobre las demás y no es que todo aquí sea perfecto, pero la importancia que le da el estado al bienestar de los infantes, se conoce muy bien a niveles internacionales.
Garantizarles salud, educación y protección, alejarlos de la violencia física o maltratos psicológicos, son parámetros que se cumplen al pie de la letra. Proyectos socioculturales en el Centro Histórico de La Habana, promovidos por la Oficina del Historiador de la Ciudad; eventos en cada rincón de la Isla donde ellos son los protagonistas; agrupados en cualquier manifestación artística o modalidad deportiva… así se les puede ver.
Cada 12 de junio, centenares de países y líderes hablan sobre el trabajo infantil y lo cierto es que pocos toman medidas reales para erradicar el problema. Hoy, miles de muchachos están sometidos, ahora mismo, a maltratos por parte de su jefe y otros, con pocas fuerzas, tendrán que seguir trabajado hasta altas horas de la noche, mientras sufren igual que aquella niña judía que nació hace 89 años.
La diferencia está en que la mayoría de ellos no saben escribir; mucho menos dejar para la posteridad un diario donde narren los horrores de su vidas.
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