Céspedes más allá de las estatuas
6 de febrero de 2018
|Por Darío André Extremera
Heredero de una familia aristócrata bayamesa y dedicadoa la abogacía, hacendado, febril amante, líder de la primera guerra de independencia cubana y luego paria de su República, Carlos Manuel de Céspedes aparece en un retrato de alta complejidad humana en la novela El camino de la desobediencia, de Evelio Traba, publicada por la Editorial Verbum en 2016 y reeditada por Ediciones Boloña en 2017.
Traba (Bayamo, 1985) concibe a un hombre imperfecto y digno, que se sincera y confiesa al lector sus intimidades, experiencias y pensamientos profundos en más de quinientas páginas. “Un hombre con certezas e inconsistencias propias de la naturaleza humana”, algo que, “si sabe uno interpretar ciertas significaciones desapercibidas, está en la bibliografía existente: cartas, diarios, manifiestos, artículos, poesía, prosa, ensayo. En los intersticios de esas entrelíneas está el hombre que sobrepasa cualquier noción estereotipada que sobre él podamos habernos formado”, nos dice.
¿Cómo se compensan la realidad y la ficción en El camino de la desobediencia?
Cuando hablamos de realidad, hablamos de eso que podríamos llamar “verdad histórica”, “hechos comprobados” cuya validez está en continua reinterpretación, y aludimos, por tanto, a un terreno donde la última palabra no está dada. Por otra parte, la ficción es un ejercicio cognitivo que puede modificar, desde ciertas perspectivas, esa realidad aceptada por una comunidad académica y digerida por el imaginario popular como cierta.
Toda la arquitectura narrativa de la novela obedece a lo que muchos damos por verosímil con base en una investigación profunda que duró unos tres años ininterrumpidos; sin rigor investigativo se corre el riesgo de falsear, de caricaturizar. La ficción se encarga –tal es lo que intento en la novela– de amplificar detalles que la historia pasa por alto necesariamente, tiene por reto visualizar para el lector una vida, una época que fueron naturales para sí mismas, y por tanto extrañas para quienes las observamos con una distancia temporal de más de un siglo. La ficción, sin sustento de rigor investigativo, para el caso de la novela histórica, se desmorona sobre sí misma, y aun partiendo de posturas enteramente subjetivas debe contar con esa solidez de lo “posible”, de “lo que pudo haber sucedido”. La Historia, la realidad, sin la ayuda de la ficción se torna demasiado lejana, inalcanzable e insípida; por tanto, en El camino de la desobediencia ambas actúan necesariamente como complementos mutuos, como cimiento y pared, viento y ala, pólvora y bala. Sin esa conjunción, sería execrablemente imperfecta la obra literaria.
¿Por qué la figura de Carlos Manuel de Céspedes?
Céspedes me pareció, ante todo, por los azares de su existencia, un hombre cuya vida tenía rasgos marcadamente novelescos: prematuras audacias intelectuales (una traducción de la Eneida cuando solo contaba doce años), aprendizajes cosmopolitas por sus viajes, sobradas aventuras amorosas y, además, una marcada vocación por el ejercicio profesional de las armas, una inclinación sensible hacia la contemplación de las cosas y una preocupación constante por el autoconocimiento. Luego de comprobar que no había antecedentes en la ficción con él como personaje, decidí correr el riesgo de intentar responder sobre Carlos Manuel y su época ciertas preguntas que me hacía tanto yo en lo personal, como buena parte de mis contemporáneos.
Se trataba, sin dudas, de un hechizo, de un magnetismo que solo era posible escribir fabulando, traduciendo hasta donde pude un misterio que me atraía con una fuerza desconocida e irresistible para mí. A todo esto agreguemos mi convicción de que había “otro Céspedes”, un hombre oculto que era preciso, si no develar, al menos aproximarse al enigma de su vida ejemplar, caótica, luminosa, contradictoria y, sobre todo, movida por una sensibilidad aguda de su tiempo y de su propio ser.
¿Qué momento o momentos esenciales de la juventud y adultez de Céspedes cree usted que definieron su rebeldía y su radicalización independentista?
Ese momento transcurre entre los 23 y 24 años, cuando el joven Céspedes regresa de un largo viaje por España, Francia, Inglaterra, Bélgica, Alemania, Italia, Grecia y Turquía. La experiencia de ese periplo europeo en que conoció de cerca otras formas de gobierno ya incompatibles con la esclavitud, el esplendor de las artes en los grandes museos de Londres y París, y sobre todo los prodigios de la ciencia, la navegación y las comunicaciones, cambian de un modo radical su pensamiento, y se convence de que la amada tierra de sus ancestros merecía tales prodigios como el resto del mundo, pero librarse del yugo español era el primer paso para modernizar a Cuba en todos los ámbitos.
En todo caso, siendo muy joven, recién graduado en Derecho y con una actitud por completo irreverente hacia el poder imperante, Céspedes está convencido de que el progreso material poco significa sin dignidad, sin patria. Y sin temor a exageración, diría que esa redención moral para Cuba se convirtió en los años posteriores en su gran obsesión, pero no es una obsesión patriotera o sectaria, sino una honda meditación del peligro y sus consecuencias, un profundo conocimiento de la realidad colonial, un extenso entramado de contactos dentro y fuera de Cuba, que, a mi entender, le dieron la justa medida de cuándo había llegado finalmente el momento de arrebatar la libertad por las armas, dado el hecho de que el independentismo concebía este como el único camino posible para dignificar a la Isla en todos los sentidos. Un sueño de juventud que llegaría a convertirse en una consumación de la edad madura, con su correspondiente precio, como es lógico suponer, pero ni Céspedes ni quienes lo secundaron estaban ajenos a las consecuencias que podrían desencadenarse.
¿Cuáles son las principales diferencias entre la edición española y la cubana?
Las diferencias, además de una distancia marcada en el diseño y la caja tipográfica, no son muchas ni apenas notorias. Pero hay una en que sí es preciso detenerme: hace apenas unos pocos meses, estábamos el editor de Boloña (Mario Cremata) y yo trabajando en algunos detalles nimios de lenguaje, cuando el Historiador de Bayamo, Ludín Fonseca, en lo personal mi amigo, descubrió un detalle trascendental para la historiografía, y por tanto para la trama de la novela: Pedro Figueredo, bayamés, íntimo de Céspedes desde la infancia, no había nacido en julio de 1819 como creíamos por testimonio de reputados historiadores, sino en febrero de 1818. El hecho, apenas significante para alguien no versado en temas históricos, era sin embargo, crucial desde el punto de vista de la interpretación de los hechos previos a 1868: sin dudas en la reunión de San Miguel del Rompe (agosto de 1867), Céspedes no era el mayor en edad de todos los presentes como para que este mayorazgo le autorizase (como habíamos creído hasta hace poco) a presidir el cónclave. Todo induce a pensar que hubo un pacto de silencio por parte de Figueredo en función de que Céspedes, su entrañable amigo y hombre de sobras esclarecido, para que fuese justamente él quien propusiese unas ideas que a otros, por varias razones, les parecían precipitadas o insensatas. El hecho, desconcertante en sí, no logra otra cosa que reforzar una idea: el liderazgo de Céspedes resultaba tremendamente electrizante, tal vez mucho más arrollador e hipnótico de lo que muchos habíamos creído. Como es lógico suponer, en la edición española por Verbum, no figuraba esta vuelta de tuerca en cuanto a una nueva mirada narrativa, la edición ibérica da por hecho, desde las primeras páginas, que Céspedes y Figueredo solo se llevaban unos pocos meses, cuando la verdad histórica recién comprobada demuestra que no fue así. La edición cubana, corrige el hecho desde el principio, y es por ello que entre otras razones es más completa. Para enmendar ese error que resultaría imperdonable, realicé las correspondientes adaptaciones, sobre todo en ese pasaje en que se describe el instante de San Miguel del Rompe, haciendo énfasis en una negociación entre estos dos hombres, que además de una gran amistad, les unían lazos de índole familiar: Carlitos, el primogénito de Céspedes, estaba a punto de formalizar matrimonio con Eulalia, a su vez la hija mayor de Pedro Figueredo, con quien terminó casándose en Bayamo en septiembre de 1868, cuando ya el aire olía a pólvora y casi podía escucharse a lo lejos el relincho de la caballería insurrecta.
Para escribir la novela consultó gran número de fuentes bibliográficas sobre la historia del protagonista y su personalidad. ¿Qué define al Céspedes que construyó en la literatura?
Al Céspedes de mis páginas lo definen su humanidad, su normal inclinación al error como sucede con todo ser humano, pero sobre todo su sensibilidad e inteligencia, su intuición en todos los ámbitos de la vida, sus sueños y la capacidad de resistencia con que supo sostenerlos. Se trata de un Céspedes que busca justificar su existencia ante sí mismo, un Céspedes optimista pero no ingenuo, entregado a los demás, pero a la vez íntimo y solitario.
Su personalidad es de suma complejidad, eso lo torna atractivo como ser humano y personaje. Ese fue el Céspedes que en alguna medida intenté pasar en limpio a las páginas de esta novela; un Céspedes más allá de las estatuas y los panfletos conmemorativos, un ser parecido a nosotros, cercano, accesible, impulsivo y meditabundo, cordial y ríspido, conservador y a la vez liberal, soñador y a la vez estropeado por el peso de sus sueños.
¿De qué manera se ha tratado la figura del hacendado y patricio bayamés en la historiografía cubana reciente?
En los últimos 30 años ha existido un acercamiento riguroso a su figura y su legado por parte de los doctores Eusebio Leal Spengler y Rafael Acosta de Arriba. Hoy, sin el rescate de El Diario Perdido de Céspedes por parte de Leal, los estudios cespedianos estuviesen terriblemente incompletos, pues la aparición de un material tan valioso constituye información de primera mano sobre los meses finales de la vida de Carlos Manuel, las consecuencias de su deposición y la forma en que fue ultrajado por muchos de los que le debían la mayor consideración y respeto, esas son algunas de las grandes revelaciones de este Diario, sin dudas un documento clave para entender de forma objetiva lo que sucedió en los campos de Cuba Libre entre 1868 y 1873 aproximadamente. Por otra parte, está un libro que considero un hito de los estudios sobre el Gran Iniciador: Los silencios quebrados de San Lorenzo, una obra imprescindible cuyo máximo valor está en las categorías de análisis que logra desarrollar. Preguntas como quién fue Céspedes antes de 1868, cuáles sus fuentes de inspiración política, sus referentes culturales y filosóficos, sus aprendizajes vitales como hombre de progreso en muchos ámbitos, son esenciales para que aparezca ante nosotros otro Céspedes, virtualmente un desconocido, un hombre que llega a ser el gran libertador de esclavos, pero que está incluso más allá de ese episodio en muchos sentidos atendibles. Los estudios historiográficos no han sido deficientes para el caso de Céspedes, y eso es claro desde la gestión imprescindible de Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, pero nunca tendremos la última palabra sobre un hombre de su naturaleza y peso moral para la nación, siempre quedará algo por descubrir, algún misterio por develar.
En la novela usa unas supuestas memorias del Padre de la Patria como medio para narrar. ¿Cuán difícil fue asumir la voz de un hombre tan importante y controvertido en nuestra historia?
La primera persona para encarnar a Céspedes en una novela era un reto tan descabellado como posible. Descabellado porque a mucha gente podría parecerle un acto de soberbia rayana en la demencia, y posible porque solo se trataba de realizar las lecturas correctas, trazar un perfil psicológico aproximativo, y tener, además, la desobediencia de soñar sin pedir permiso a los supuestos guardianes de la memoria histórica, partiendo del hecho de que Céspedes, amén de su relevancia patriótica, fue un ser humano con fortalezas y debilidades como cualquiera de nosotros, con dudas y certezas, sueños y negaciones, momentos de éxtasis y frustraciones crónicas.
Los retos fueron muchos, pero destacan entre todos el lógico de cómo ser fiel a la posible verdad histórica y a la vida del personaje y, por otra parte, un ejercicio de mímesis lingüística: no es lo mismo construir la escritura formal que la expresión oral de un personaje. Cómo pudo haber escrito, cómo pudo haber hablado, fueron de los más deliciosos obstáculos con los que pude haberme tropezado.
Todo ese cúmulo de riesgos los resumía en una convicción que desde el principio tuve: solo la primera persona podría dar la medida de una voz, de una identidad profunda, de un contacto cercano con el lector. La tercera persona hubiese sido un desastre, una imagen externa carente de vida, y en cierto modo de verosimilitud narrativa.
El Céspedes de mi novela, para ser creíble, debía hablar por sí mismo, sin más tinta que su propia saliva, sin otro aliento que su propia respiración. Al menos eso intenté, los lectores se encargarán del resto, eso que ya no depende del novelista.
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