¡Ya era hora del Chocolate!
6 de noviembre de 2017
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Cuando hace unas horas supe la noticia que el Premio Nacional de Artes Plásticas 2017 le fue otorgado a Choco —Eduardo Roca Salazar— sentí una alegría inmensa porque me parece que es un (pendiente) acto de justicia: hace mucho tiempo que ese reconocimiento debía de estar en las manos de este creador que, sin duda, se ha ganado con creces un sitio en el arte cubano.
Chocolate o Choco, como firma desde hace décadas sus trabajos, es un artista infatigable: durante años lo he visto crear y crecer —primero en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana donde desarrolló una prolífera obra en grabado a tener muy en cuenta— y, luego, en su estudio de la calle Sol, en La Habana vieja, “guarida creativa” que le facilitó —al igual que a un grupo importante de artistas— el Doctor Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad, y que le ha permitido “expandirse”.
Contar con un espacio amplio y propio —sumado a su ingenio, talento y personalidad— ha contribuido a que Choco (Santiago de Cuba, 13 de octubre, 1949) continúe renovándose por día, algo imprescindible en un creador que ya tiene 68 años y que muestra una obra joven, vital, renovadora y, sobre todo, de hondísima raíz cubana y caribeña.
Luego de dedicar gran parte de su vida al grabado —manifestación de la que es un MAESTRO, así con mayúsculas— y acercarse a la pintura que, según me ha dicho varias veces, “es un acto sumamente íntimo”, Choco no se ha conformado con quedarse en la ya trazada exitosa senda y en su zona de confort, que es fatal para un artista: se aventuró con la tridimensionalidad y está desarrollando esa vertiente sin ningún prejuicio y con alto nivel de factura.
La primera experiencia fue con “Vuelo de bronce”, proyecto al que fue invitado por su amigo, el también artista de la plástica Alberto Lezcay, y que devino creación conjunta con varios escultores alemanes. El resultado fueron piezas de pequeño formato fundidas en bronce, de 20 x 20 centímetros.
Pero como a Choco siempre le ha gustado jugar al duro, esa experiencia con el volumen disparó sus alarmas creativas y se aventuró con una muestra que incluyó colagrafías y esculturas de mediano formato —exhibida en 2010 en la galería Villa Manuela de la UNEAC, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en La Habana— que tituló “Más allá del borde”, en la que incursionó en las texturas y en nuevos procedimientos. En aquel momento me dijo: “cada vez que le doy la vuelta a una de las esculturas siento que es una nueva obra. Estoy satisfecho y a la vez impresionado del resultado. Experimentar, enriquece”.
Y continúo, sin dejar de pintar y grabar, enfocándose en la tridimensionalidad, y en la pasada Bienal de La Habana, Choco ocupó una de las amplísimas galeras de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, bajo la sombrilla del proyecto Zona Franca. Allí llegó con sus esculturas monumentales; recuerdo una de varios metros de altura revestida con latas desechadas de refrescos o cervezas que, comprimidas, ofrecían una visualidad singularísima: hay mucha alma en esas esculturas.
Y en ese afán de nunca estar tranquilo, Choco ha desarrollado en los últimos años una obra sobre platos cerámicos esmaltados, que son verdaderas joyas en las que se resume o condensa su pintura y su personalísimo grabado a partir de texturas y colores. Esos platos cerámicos son solamente un pretexto para dar continuidad a su quehacer porque sus temas son los mismos en un soporte que en otro: el hombre, la vida, su tiempo, el difícil cotidiano, pero también el amor, la familia, la paz y la esperanza y, sobre todo, el compromiso que siente con esta Isla y con sus gentes.
En el ya lejano 1976 —¡hace 41 años!— el poeta Eliseo Diego, una de las voces más altas de la cultura cubana del siglo XX, dijo sobre el artista: “Eduardo Roca —Chocolate— ha dejado de prometer, para ser ya un pintor de pies a cabeza. Pero aunque tiene los pies bien puestos en la tierra —en su tierra— y la cabeza alta y clara, es del corazón de donde brota su pintura”.
Y es cierto Eliseo: desde el corazón de Choco, late su obra.
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