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Botón de Inés (I)

6 de septiembre de 2017

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Rumba en el tiempo, comparsa eterna en arrabales vecinos, fiestas de bembé y el toque sublime a una Yemayá protectora, reciben en cuna de humildes laboreos, a Ignacio Jacinto Villa y Fernández, nuestro Bola de Nieve, un 11 de septiembre de 1911, en la calle Máximo Gómez, número 32 esquina a Versalle, tonándose danza en santuario, sangre umbrosa de una Guanabacoa en cabildos adornada.

Hijo que arría el vientre de una Inés de zarzuelas mestizas, negra de rítmicos cajones y cuentos de nación, con pavo real robusto –guardián de la morada–, es fruta de congos y carabalíes liturgias, y sobreviene en pujos de una casta devota, el niño Ignacio, nombre que en sus interpretaciones etimológicas nos entrega a un “Nacido del fuego”, nieto de mayombero, entendido en el arte de hierbas, ñáñigo de intramuros, mundo de cofradías y recuerdos ancestrales que se abrazan en el clamor del cuero, retumbo sagrado del EKUE.

Crece Ignacio, consentido por su tía abuela Tomasa –Mamaquica–, quien, gracias a su esposo, el español José López Sella, dueño de la Bodega Sella, le procura su primera formación escolar, en la escuela particular de la maestra Juanita Benette. Maquica predice y el destino aguarda por la percusión armónica de unas cuerdas de acero con macillos forrados en fieltro, por lo que a los doce años, cuando en traviesas embestidas de infantes ya le pespuntaban el mote de “bola de…”, inicia sus estudios de solfeo y teoría de la música, con el notable maestro Gerardo Guanche, en el Callejón Mora o de los Bomberos, y poco tiempo después, inicia el aprendizaje del piano en el Conservatorio de José Mateu, en la calle Adolfo del Castillo.

Parvedades y vicisitudes económicas, obligan a la familia de Ignacio a colocar su austero trono de familiares encuentros, en diferentes segmentos de la geografía guanabacoense, como: Calle Cadena no. 13, Corralfalso y Padilla, en División número 61, lugar donde fallecieron sus padres Inés y Domingo, en el año 1953, luego de cinco décadas de unión, con solo una semana de diferencia, entre uno y otro, ungiendo a la muerte con la adoración de los amantes, amantes de carne y labranza, de fatiga y desvelos, amor de vientos y tesituras al compás del cajón.

Hacia la década del veinte, el Bola contribuye con la economía familiar, su labor como pianista en las tandas de variedades del Teatro Carral lo aproxima al séptimo arte, fotogramas en grandes planos que en sus mágicos cortejos silentes inundaban la sala del Carral, descubriendo partituras y sonidos llegados desde la ejecución del joven Ignacio Villa. A fines de 1927, encamina sus pasos hacia la Escuela Normal para Maestros, acercándose a la pedagogía con una sensibilidad evocadora, permitiéndole ampliar su repertorio de conocimientos. No obstante, enfrentamientos estudiantiles de la época contra la dictadura de Machado y las arbitrarias medidas impuestas por este, al estudiantado cubano, sin dejar de mencionar la crisis económica en la que estuvo inmersa la población durante este gobierno, le impiden a Villa ofrecer continuidad a sus estudios pedagógicos, en el nivel superior.

 

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La música, entonces, perpetúa el llamado de su hijo, y no lo deja transfigurar el rumbo de sonoras expresiones, incorporándose por esos años a la Orquesta de Gilberto Valdés, que define una plaza musical en el Cabaret “La Verbena”, en Marianao. Una noche, al develarse la extensión ligera de sus notas como pianista acompañante, en el Hotel Sevilla Biltmore, lo descubre, en su magistral locuacidad musical, la Única, la indiscutible: Rita Montaner, que detiene su paso terso y seductor al percibir a su coterráneo. ¡Qué magia singular e inigualable se desprende de este encuentro!

 

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Ignacio parte hacia México, país que lo asume con grandeza desde sus primeras presentaciones ¡Y allá se escucha, en el Teatro Politeama, Bito Manué, tú no sabe inglé, de Emilio Grenet y Nicolás Guillén! El público mexicano aclama y encumbra, por siempre, a Bola de Nieve, pues solo la Rita de Cuba y el Mundo, supo empinar el glorioso sobrenombre –como lo hacen los grandes–, para la eternidad. Viaja luego hacia los Estados Unidos en compañía de Rita y de otras figuras notables, en 1934 regresa a la tierra Azteca y se incorpora a la compañía de otro de los colosos de pentagrama de nuestra Villa de la Asunción y de la isla: Ernesto Lecuona, regresan ambos, hermanados a la Patria, en hilados de conciertos y recitales que cautivaron al público nacional con ejecuciones magistrales, de ambos, al piano.

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