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Remedio casero contra la fatalidad

17 de junio de 2017

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anciano-mano-bastonLos golpes fuertes en la puerta de la casa traían la mala noticia. Era un sábado con promesas de felicidad. Ella adelantaba el almuerzo para que al regreso de la visita al zoológico, solo bastara calentar y servir. Lejos estaban los tiempos todavía de equipos mágicos. El vecino, ante el rostro feliz de la mujer, sintió más ser portador de la noticia. “A tu esposo lo arrolló un auto. Ya lo llevaron para el hospital”. A partir de esa mañana, todos perdieron los sábados alegres. Alguien adelantado en las celebraciones alcohólicas del posible sábado nocturno atropelló al hombre de regreso al hogar con las compras de la semana.

Pasado el instante de peligro y la debutante alineación de huesos, los médicos hablaron claro. Aquella era la primera visita al salón en que el verde imperaba. Harían lo imposible por retornarlo al uso de las piernas, pero le advertían que nunca serían las de las correrías de la infancia. En aquellos días, todavía las familias eran largas y la retahíla de parientes ayudó en presencia y dineros al sostenimiento del hogar lastimado como a los huesos, pero nunca partido en los pedazos del desamparo.

Durante dos años permaneció más tiempo en el hospital que en el hogar. Y después, los límites de la discapacidad quedaron en sus manos, mejor dicho, en la elasticidad de su voluntad en la extensa y dolorosa rehabilitación. Venció. No pudo soltar la muleta y el bastón como en el son de los Matamoros, pero con el último implemento de por vida, se incorporó por completo a la cotidianidad.

Muchos bastones le han servido de tercera pierna. Pertenece a la calificación de los adultos mayores. Transita por el desgaste psicológico de la jubilación, el síndrome de la independencia de los hijos hacia otros hogares y distancias, el comienzo de desgastes físicos y mentales agravados más en sus huesos reconstruidos, la adaptación al enflaquecimiento de la billetera, la desaparición paulatina y eterna de familiares y amigos. Y ejerce la vejez ajeno a transformaciones en su carácter habitual.

Sonriente, camina por el barrio todos los días. El sábado perdió la supremacía del avituallamiento. La búsqueda y captura de mejores ofertas es diaria. Ataja con delicadeza  los ataques de amargura de los viejos encontrados en el camino. Les habla, los despide, les deja una sonrisa en el rostro y un litro de fortaleza espiritual para enfrentar la existencia.

Después del abrazo recibido de un antiguo vecino, este indagó por el secreto de su fortaleza a prueba de baches. Sonrió. No quiso responderle. Era sábado, otro sábado regalado. Y continuó el camino. Recordó los otros sábados. En aquella cama del hospital, al ver los ojos tristes de la esposas y los niños comprendió que la vida es un minuto, un minuto anterior a los cambios. Y uno tiene que aceptar y sumergirse en los cambios.

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