Un zángano en la colmena
10 de junio de 2017
|De niño, la abuela le decía que por sus venas corría azogue y él se sentía un termómetro de esos que por su intranquilidad la familia ya tenía varios rotos en las cuentas de gastos imponderables. El padre lo llamaba “el jiribilla” y se sentía orgulloso porque seguro estaba que a ese nadie le podría hacer trampas y si las hacía él, la velocidad de las piernas lo salvaría. La madre, madre al fin, no le endilgaba nombretes y conforme lavaba y zurcía a diario lo que ensuciaba y rompía a diario por sus saltos y zancadas. Los amigos del barrio lo tildaban de “pesao” porque presumía de ser el más rápido robando las bases y el más ágil subiendo a los árboles, aunque por sus habilidades en todos los deportes de velocidad, le soportaban tanta presunción. El comentario de las maestras se lo reservaba. A todas las de antes se las coloca en un altar aunque también las hubo que ofendían a los torpes y ofrecían reglazos a los insufribles, clasificación en que estuvo incluido.
También sabía que de haber nacido décadas después, estando en boga la psicología y los servicios médicos gratuitos, lo situarían en los hiperquinéticos y la mamá, la mamá siempre daba la cara ante sus dificultades y el padre, ante sus éxitos en las corridas de bases, lo llevaría y recibiría indicaciones para lidiar con él, y evitar acudir ella misma a otra consulta, la del psiquiatra. Y como en su caso, la intranquilidad llegaba al máximo, orgulloso ahora lo reconocía, perturbador en la escuela, la casa y la comunidad entera, a esa misma consulta hubiera asistido y la mamá y él saldrían con recetas.
Así este anciano, porque llegó a anciano, se libró de tratamientos médicos y solo recibió numerosas veces la penitencia de permanecer de pie en el patio de la escuela. No le molestaba. Empleaba el tiempo en saltar sobre el mismo lugar y arruinar la suela de los zapatos escolares, otro gasto para la familia. Por la parte del padre, se enfrentaba gustoso a los requerimientos de los vecinos por los desafueros infantiles pues preparaba al hijo a enfrentarse a la vida con la dureza del hierro.
Si no cumplió las expectativas a pleno pulmón, se debió a las cercas implantadas por la sociedad y la justicia. Su carácter volátil lo hizo saltar de trabajo en trabajo y de mujer en mujer. A ellas les repartió hijos de un solo apellido y una, en nombre de la bondad cristiana, lo acompaña en esta cama de hospital, donde cuenta sus anécdotas fantaseadas en la que solo es verdad total, aquello de que nunca lo preocupó la escasez del transporte porque a todas partes iba a puro pie hasta que una imprudencia de él, no de un chofer, lo envió a esta cama.
En la contigua, otro anciano accidentado por la impericia de un chofer lo escucha y piensa. Que él, trabajador constante, padre adorado por sus hijos, modelo de ciudadano en el barrio, haya contribuido con sus esfuerzos productivos para que este zángano de la colmena colectiva, goce de idénticos beneficios a los de él.
Galería de Imágenes
Comentarios