Reinaldo Cedeño: “La preservación de la memoria siempre salva”
25 de octubre de 2016
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Reinaldo Cedeño es poeta y santiaguero. Para quien “el inmovilismo es el tósigo de la historia”, pocos aspectos dentro del ámbito cultural le son ajenos.
Repasar y conocer el pasado para determinar con exactitud el rumbo más certero de la Nación (escogido por sus propios hijos), es una de las urgencias que promueven actualmente intelectuales, artistas…, creadores todos. ¿Qué vías y métodos todavía son insuficientes en este sentido? ¿Por qué?
Te voy a confesar algo: soy una persona muy curiosa, vivo preguntando y preguntándome a mí mismo sobre acontecimientos más o menos lejanos, pero con repercusión ahora mismo. Mis abuelos y padres debieron tener mucha paciencia conmigo, y hoy les toca asumirlas a otros. Por esas razones, profesionales y personales, estoy cerca de algunos historiadores; tengo una amiga, profesora de historia, con la que he hablado de la enseñanza de esa materia, así que no me resultan interrogantes extrañas.
Así como nos toca imaginar qué seres humanos seríamos sin padres ni abuelos, qué nos haríamos si de pronto se borrara de nuestra mente lo ya vivido; nos toca preguntarnos qué nación construiríamos desde el aire, sin referencias, sin asideros, sin cimientos.
La historia no es una sucesión de hechos, nombres y fechas; es una plataforma sobre la cual se erige el presente. La memoria es la atalaya del presente. Es suicida olvidarlo.
Lo que hoy nos conmueve o nos tuerce, mañana es historia. Sin ese registro de la memoria no solo como constancia, sino también como reflexión, sin esa transmisión de experiencias, sencillamente no seríamos.
Habría que apuntar que se ha considerado tradicionalmente que la historia es, por antonomasia, el conjunto de hechos y personalidades políticas, lo cual resulta reduccionista y absurdo. La historia, la memoria, el pasado… lo integran igualmente los hechos cotidianos, las costumbres “intramuros” y, por supuesto, la cultura en su más amplia acepción. Una historiadora del calibre de la Doctora Olga Portuondo Zúñiga ha recordado además que en materia de investigación histórica, “no hay que temer nunca a la verdad”.
Si asumimos estas premisas, tal vez estemos mejor preparados para opinar. Durante años estuvimos ceñidos a manuales y fórmulas en la enseñanza de la historia, y esta no se asumía en sus riquezas y contradicciones. No se buscaban sus conexiones con el presente y una cierta “historia general” relegó los hechos de las localidades como algo de menor jerarquía. Naturalmente, esto motivó rechazo, consignismo y aburrimiento.
Por eso en los últimos años, se ha insistido en la necesidad de contar la historia, para lo cual, claro está, se necesita una preparación superior. Cada lección académica debería asumirse como un hecho de comunicación y de creación, aún cuando tenga determinados parámetros pedagógicos que cumplir. Debería premiarse eso y sacudirse la enseñanza de la historia del simplismo, del memorismo.
Los héroes podrán tener monumentos, mas no fueron seres pétreos. Suele repetirse la frase, pero tengo la impresión de que en el fondo, algunos siguen aferrados al pedestal. El inmovilismo es el tósigo de la historia ¿Para qué detenernos en lo que ya parecería estar dicho de una vez y para siempre?
En ese anquilosamiento se pierde mucho de la batalla. Todavía recuerdo la impresión que me causó, hace ya algunos años, el escuchar a un héroe de Girón contarnos sus miedos y sus osadías. Eso no se explota con la frecuencia que se podría en una nación con tanta historia viva.
Conozco a una persona infatigable como la santiaguera Sara Inés Fernández ue hace años sostiene un proyecto llamado “De la ciudad, las calles y sus nombres”. Sus experiencias son increíbles; hay que ver como las personas reaccionan en sus comunidades, cómo empiezan a apreciar de otra manera el lugar donde viven, donde se mueven cotidianamente, tras conocer su génesis o la razón de un nombre. A tenor de eso, en algunos sitios han nacido “cronistas populares”. Es una manera creativa de comunicar el pasado y el presente, de tocar la historia local.
Esa conexión de la historia con el presente y con la localidad, pese a todos los esfuerzos, son temas que necesitan perfeccionarse, impulsarse y redefinirse.
El arte desde cualquiera de sus manifestaciones y los medios masivos de difusión (como parte y soporte de estos), son una vía inestimable. Eso sí, sin querer resolverlo todo por televisión, a mi modo de ver, a la pantalla chica en Cuba se le asignan demasiados encargos. Recuérdese, para tomar un ejemplo cercano, la acogida que se le dispensó a la serie “Duaba: la odisea del honor”.
Hay documentales, programas, obras de ficción también notables. Cuando la creación se une a la investigación, los resultados suelen ser loables.
Una vez sembrado el amor al terruño; una vez valoradas las actitudes pasadas como inspiración y sustento; una vez aquilatado el valor de la herencia que nos precede; una vez conformado el retrato de los héroes con sus dudas y grandezas; una vez definida la conciencia de pensar con cabeza propia, el presente asoma de otra manera.
La preservación de la memoria individual y colectiva –vista no como apego a las cenizas, sino como senda de luz–, siempre salva. Al fin y al cabo, el pasado nunca es tan pasado.
Nadie puede ni podrá ver a la cultura como un grupo separado que se dedica sólo a la diversión, a lo fatuo, al entretenimiento… La cultura examina y decide, piensa y pone en práctica todo aquello que desde lo positivo del arte, desde las fibras más sensibles de la creación humana, puede y debe cambiar al mundo. ¿Cumplen los artistas cubanos con dicho objetivo? ¿Reflejan los medios de comunicación tal cual es nuestra identidad?
Siempre he pensado que la cultura no es un entretenimiento, es sobre todo un estremecimiento. Solo en la epidermis puede verse la cultura como una u otra manifestación artística, como el desahogo, como la descarga. En ella cabe el nombre de Cuba que debemos a los indígenas, la conga santiaguera o la parranda remediana, el arroz y el frijol o un sorbo de café mañanero; tanto como un paso de Alicia Alonso, un poema de Dulce María Loynaz, una pieza de Lecuona o un trazo de Lam.
Caben las escuelas de arte y el llamado “arte popular” que no necesita más luces que aquellas que salen del pecho de sus cultores. En esos caminos de apuntar a lo grande, la cultura cubana ha sido un terreno de muchas vanguardias. El arte irrumpe y rompe, visibiliza zonas oscuras, habla a las profundidades; pero no ha de olvidarse que su materia parte de la espiritualidad y la subjetividad del creador.
El arte tiene siempre su “herejía”, diría alguna vez Alfredo Guevara. Esa flama del arte como espíritu vivo, como sostén espiritual y emocional de una sociedad tan intensamente politizada como la nuestra, se ha visto sometida a diferentes avatares internos y externos; pero ha sabido reinventarse, resguardarse y emerger.
Algunas obras separadas por años y circunstancias, hablan de ello. Un muestrario mínimo podrían conformarlo la pintura Campesinos felices (Carlos Enríquez) que retrata el abandono de la época republicana; la escultura Milagro (2012); el Cristo de los remos de Kcho, que habla de las diásporas y la emigración; las cintas El Mégano (García Espinosa-Alea, 1955); o Fresa y chocolate (Alea-Tabío, 1993) hasta Conducta (Ernesto Daranas, 2012) y los llamados “nuevos realizadores”; las clásicas canciones de Silvio Rodríguez y las de Buena Fe; el teatro de Virgilio, Arrufat o Estorino; los muñecos de los hermanos Camejo y Teatro de las Estaciones con Rubén Darío Salazar al frente; las esculturas de Rita Longa y la monumentalidad de Alberto Lescay; o el mundo narrativo que asoma en obras como El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, Paradiso (1966) de Lezama y Herejes (2013) de Leonardo Padura.
Ese “puede y debe cambiar al mundo” de la creación artística y literaria cubana y de la cultura en general, ha de tomarse en su exacta dimensión.
Su diálogo con las circunstancias no parte de la movilización, sino de la reflexión. “Conmover es moralizar”, decía Martí.
El valor de la producción artístico literaria no descansa en el abordaje per se de determinados aspectos de la realidad circundante, relegando su aspecto expresivo. Es un encargo equívoco. Por el contrario, la altura artística de ese diálogo con las realidades (así, en plural), la aprehensión estética y su encarnación es lo que le define. Es lo que le aleja del panfleto y el discursismo. Y en tal sentido, hay siempre cantos y contracantos, propuestas más íntimas y más sociales, temas más recurrentes y más esquivos, propuestas más originales y otras menos felices.
¿Identidad tal cual es? ¿Y cómo es? ¿Alguien se arriesga a definirla? Parecería un juego de espejos, un eco, un despropósito. Sin embargo al tratarse de un concepto de conceptos, de la síntesis de los rasgos definitorios de una comunidad, devenida de sus choques y refundaciones, de la localidad a la nación; al asumirse más como un proceso que como una entidad definitiva, se alzan otras interrogantes y consideraciones que rebasarían este marco.
Solo apuntaré entonces que traer esa “multiplicidad identitaria” a la pequeña pantalla, la radio, la prensa digital o impresa, ha sido y es el reto permanente. Reflejar las aspiraciones y sueños de su gente, al mismo tiempo que sus angustias y anhelos, es misión inexcusable, ha de serlo. La de asomar a su nación creativa y a su nación productiva, de darle voz e imagen.
Se trata esta de una labor retadora, acumulativa, de pequeños y de grandes espacios, con diferentes grados de concreción. Es una labor cultural de largo aliento. Repito, cultural, porque a diferencia de este signo, he sido testigo de televisoras en otras geografías que en pos del espectáculo no se detienen ante NADA. A nuestros medios (al esfuerzo tantas veces heroico de sus artistas y técnicos) les debemos más de lo que, a veces, queremos admitir; aunque ande lejos todavía de lo que pudiera lograrse.
A nuestros medios de comunicación les toca, al lado de lo logrado; revisar políticas de programación, ganar en la conciencia de erigirse en representación verdaderamente nacional, jerarquizar las propuestas de mayor rigor, perfeccionar sus espacios de discusión. Toca a actores y a decisores insertarse en el pensamiento martiano: dar oportunidad a lo mejor para que se revele y prevalezca.
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