Francisco Solano
12 de agosto de 2016
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Francisco Solano es uno de los personajes ilustres que forman parte de la historia del Convento de San Francisco de Asís, aledaño a la plaza del mismo nombre, en La Habana, una construcción que con el rango de basílica menor remonta su fundación a 1575.
En 1589 el rey Felipe II envió misioneros franciscanos a América, entre los cuales estuvo Solano, quien se detuvo en La Habana, donde seguramente acrecentó su preparación para la empresa que asumía, aunque los pormenores acerca de su vida en ese intervalo se pierden en el terreno de las conjeturas, en especial por tratarse de una época en que la información que trascendía los muros eclesiales resultaba en extremo limitada.
Por cierto, de los regidores habaneros emanó el acta fechada el 1ro de febrero de 1632 y suscrita por varios de ellos, pidiendo la canonización de Francisco Solano, religioso del convento de San Francisco en La Habana, finalmente canonizado en 1726 por el papa Benedicto XIII. A San Francisco Solano se le conoce como “el taumaturgo del Nuevo Mundo” por la cantidad de milagros que se le atribuyen en su prédica por el continente americano.
La huella de Francisco Solano transcurre en adelante en los territorios que hoy comprenden las repúblicas de Argentina, Uruguay y Paraguay. Se afirma que su palabra evangelizadora era muy eficaz entre los pobladores autóctonos, que si bien al principio recelaban, terminaban por escucharle y dejarse bautizar. Su habilidad para tocar el violín y la guitarra, amén de su voz hermosa y las canciones que entonaba, causaban un efecto favorable y hasta divertido entre los indios. En esos andares también amansó un toro que hacía estragos al escapar del corral y corneaba sin compasión a cuantos le salían al paso. El padre Solano hizo frente al animal, con serenidad lo dulcificó y puso a lamer de su mano, lo cual dejó atónitos a los pobladores y disparó su celebridad como taumaturgo.
Hombre de extrema sencillez, austero en todos los actos de su vida, predicaba con el ejemplo personal e invariablemente hacía primero lo que después habría de proponer a los demás. El buen carácter y disposición para trasmitir su bonanza hicieron que se le conociera como el santo de la alegría.
Los últimos años, a partir de 1595, los pasó en Lima, Perú, como Guardián del Convento de la Recolección, dedicado a la oración, la caridad y predicando en cuanto lugar se le presentara (hasta en los corrales del teatro).
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