Soler Puig: como un santiaguero más
4 de mayo de 2016
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Hace más de tres décadas, en marzo de 1983, en las páginas de la revista Revolución y Cultura, aparecía esta entrevista con el autor de Bertillón 166, que ahora vuelve a publicarse, a propósito del centenario del natalicio de quien fuera galardonado, en 1986, con el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra.
Dice José Soler Puig que no conoce del todo a Santiago de Cuba. Leer sus novelas –que ya van por la media docena– demuestra, sin embargo, todo lo contrario. Repasar sus páginas es pasear por las empinadas calles de la pródiga y legendaria ciudad, encontrar viejos amigos que cuentan de sus sueños y sus verdades, descubrir el corazón desde donde late la propia vida.
No es gratuito, por tanto, el título que ostenta desde hace algún tiempo al sexagenario narrador. Porque, para todos, ya no hay dudas de que Soler es el cronista de Santiago. Aunque con su proverbial modestia, este hombre de más de seis pies, de anchas espaldas, de sonrisa tímida y fácil verbo, trate de negarlo, ha sabido como pocos penetrar lo cotidiano, echar a volar la imaginación y entregar la mejor estampa de la historia y de los hombres.
Mas, la validez de su narrativa no está solo dada en ser el reflejo fiel de su ciudad natal. Va más allá. Radica en que es la obra de uno de los primeros escritores nacidos con la Revolución. No es un secreto que de no haber triunfado la guerra necesaria, que organizara Martí e hiciera realidad Fidel, nadie hoy lo conocería, pues no hubiera tenido derecho a publicar una sola línea. Puede afirmarse, así, que Soler nació el primer día de 1959.
Fue un año después del triunfo de la sierra y del llano, en que su novela Bertillón 166 obtenía premio en la edición inicial del Concurso Casa de las Américas. Después vendrían En el año de enero (1963), El derrumbe (1964), El pan dormido (1975), El caserón (1977) y Un mundo de cosas (1982). Entre la primera y la última han pasado más de veinte años. Soler en todo ese tiempo ha creado decenas de personajes, ha armado cientos de historias, ha escrito miles de cuartillas. Es esta, por eso, una buena oportunidad para conversar de realidades y proyectos con el inagotable y fecundo narrador.
—Por cierto, si hablamos de realidades, Un mundo de cosas, su más anunciada y ambiciosa novela, es ya una realidad…
—Y dilo. Vamos a ver qué dicen ahora los lectores. Para mí es lo mejor que he escrito. Yo soy muy pretencioso y quise meterme en ese mundo de las novelas del siglo, como El Siglo de las Luces, Cien años de soledad… Mi primer propósito fue novelar nuestros cien años de lucha, pero desde un punto de vista obrero, pues en mis anteriores obras está la visión pequeño-burguesa. Entonces seleccioné una fábrica de ron fundada el pasado siglo, de las muchas que existieron en Santiago. Hice como sesenta entrevistas, de ahí surgieron los personajes, la forma de narrar… Uno de ellos, chofer del gerente de la fábrica, me sirvió de narrador, pues me apropié de su forma de contar y la utilicé en toda la novela. A través de él traté de dar vivencias, recuerdos, anécdotas, muchas por él vividas y otras que le contaron, para presentar todo un mundo de cosas.
—¿Algo así como una novela testimonial?
—Bueno, mejor que otros la clasifiquen. Pero, lo que si puedo decirte es que ni el más fantasioso escritor logra su obra si no parte de una realidad determinada. Claro, la novela necesita fantasía, cosas que en el quehacer diario no ocurren tal y como aparecen, y que dependen del talento del narrador.
—Antes de pasar a otro tema, Un mundo de cosas también formalmente significa algo nuevo en su producción intelectual.
—Está redactada en grandes bloques, no hay diálogos cortados y tiene a lo sumo cuarenta o cincuenta puntos y aparte en sus cuatrocientas cuartillas. Después que la tenía redactada más allá de la mitad, leí una novela de un español escrita también en bloque, aunque no puede decirse que la copié, pues hay muchas cosas diferentes.
—Me imagino que ya trabaja en algún otro proyecto.
—Tengo varías ideas. En 1967 terminé otra novela, El nudo, que quiero modificar en su estructura y en su forma de narrar. Trata un asunto interesante, pero muy maltratado: la biografía de un médico, un habanero que viene a trabajar a Santiago, un ser soberbio pero útil a la humanidad, que poco a poco se modifica y se hace mejor. También está No va más, la segunda obra de los Perdomo –los protagonistas de El pan dormido–, escrita originalmente para la radio y que ahora debo hacerla libro. En la cabeza ya tengo estructurada la última de la trilogía de los Perdomo, que no sé aún qué título llevará. Me dan vueltas dos novelas más: una que abarque, en no más de doscientas o trescientas cuartillas, toda la historia de Santiago, y otra basada en un personaje real, cuya vida se hizo útil gracias a la Revolución. Como ves, son varios proyectos a largo plazo. Espero poderlos cumplir todos, llegar a diez u once títulos, que sería bastante, sobre todo en mi caso que empecé muy tarde en la literatura.
—¿Cuándo comenzó a escribir?
—Como a los quince años me puse como meta, para aprender a escribir, el redactar un cuento diario. Después que hacía cincuenta o sesenta, los quemaba y comenzaba de nuevo. Guardaba algunos, aquellos que pensaba tenían un buen asunto para ser desarrollado cuando dominara el oficio. Le enseñé varios a amigos muy íntimos, pues en esa época, y en el medio en que me desarrollé, todo aquel que escribiera o se relacionara con el arte era afeminado, y no quería que cayeran en esa confusión conmigo. Uno de ellos, sin yo saberlo, mandó a la revista Cúspide, que se editaba en el central Merceditas, en Matanzas, uno de esos cuentos, en mi opinión el primero de ciencia-ficción aparecido en Cuba. Lo publicaron y cuando lo recibí impreso me creía ya todo un gran escritor.
—¿Cuál era el tema de ese cuento?
—Era horrendo. Trataba sobre un trasplante de cerebro, unido a una historia amorosa. A un hombre, que sufrió un accidente, le trasplantaban el cerebro del amante de su mujer. Como nadie sabía, el hombre actuaba como el amante pero la mujer veía al marido. Se creaba un problema del demonio y aquello terminaba con la muerte de los dos.
—Después de ese éxito me imagino que continúa escribiendo…
—Y mandando cuentos a dondequiera. Carteles me publicó uno, con una introducción muy elogiosa. Llegué a enviar más de veinte a diversas revistas, pero no me publicaron ninguno más. Pensé que los habían botado, pero después que fue premiada Bertillón 166 empezaron a aparecer en Bohemia y en la propia Carteles. Esos son mis únicos cuentos, más tarde escribí un par de ellos y me decidí definitivamente por la novela.
—¿Por qué abandonó el cuento?
—Me cuesta mucho trabajo. Para mí es veinte veces más difícil que la novela. El cuento tiene muchas dificultades y nunca logré dominarlas del todo. No sé si será por la síntesis…
—Recuerdo que Horacio Quiroga decía que el cuento es una novela depurada de ripios.
—Y tenía mucha razón. En la novela uno hace lo que quiere, tiene una libertad tremenda, es mucho más fácil que el cuento. La realidad está llena de cosas, sólo hay que saberlas envolver, pero eso se aprende con relativa facilidad.
—¿Cómo nació Bertillón 166?
—Casi fue una novela por encargo. Había hecho algunos cuentos con el tema de la insurrección y José Antonio Portuondo me aconsejó que de ellos podía salir una novela. Me sugirió los personajes, el ambiente, me dio en definitiva un pie forzado. Eran ya los últimos días de la tiranía y empecé a pensarla, a hablar con mucha gente, con revolucionarios, con batistianos, con militares retirados. En eso, me fui a Gerona, a trabajar en una fábrica –pues yo era técnico en aceite vegetal– y allí me sorprendió la fuga de Batista. Le escribí a Portuondo que ya no haría la obra, pues el propósito inicial era publicarla, en Sudamérica con un seudónimo para denunciar la situación del país. Me contestó que en ese momento era cuando más falta hacía. Empecé a escribirla en enero y dos meses después ya estaba lista. En eso se publicó la convocatoria del Concurso Casa de las Américas y el propio Portuondo me habló de que la enviara. “Eso es un disparate, si mando esto allí no va a caminar, ese es un concurso para todos los escritores de América Latina”, le respondí. Y él, que es grande, se paró con una autoridad, y me dijo: “usted termina de mecanografiarla y la manda”. Así fue como nació Bertillón 166. Ahora, lo mismo que te digo una cosa te digo otra, después que la envié estaba seguro de que ganaba el premio.
—¿Por qué?
—No porque pensara que la novela era una gran cosa, sino porque era oportuna. Recogía las cosas de la Revolución y difícilmente, a tan poco tiempo del triunfo, alguien hubiera escrito algo así.
—¿Qué piensa ahora de Bertillón 166?
—A mí no me gusta del todo, pues a veces está muy mal escrita, tiene muchas frases hechas. Claro, a pesar de sus defectos, la quiero. Fue mi primera novela y la única, además, tramada de un tirón de principio a fin. Todavía hoy me pregunto cómo logré la atmósfera que tiene. Tal vez como cuando la concebí sucedía todo aquello en Santiago, la tensión que se vivía me permitió describir ese ambiente. Por eso, tengo la pedantería de decir que Bertillón 166 es la novela cubana que tiene más atmósfera.
—¿Con quién se siente en deuda en el arte de escribir?
—Muchos me han ayudado. Portuondo fue el primero, él me abrió los ojos, me hizo comprender que no caminaba en el cuento. Después, un mexicano que trabajó en Cuba, Juan José Arreola, que me dedicaba medio día, durante tres o cuatro meses, en un taller de mucha utilidad, también le agradezco bastante en el orden personal y como escritor, tal vez en esa cosa práctica del hecho de escribir, a Onelio Jorge Cerdoso. Sin embargo, a quien más le debo, y me dicen que es imposible, es a Carpentier. Con él hablé sólo en un par de ocasiones, pero sus obras las he leído y releído y hay pasajes que me los sé de memoria. El reino de este mundo, por ejemplo, si no lo he leído cuatrocientas veces no lo he leído nunca.
—¿Qué aprendió de Carpentier?
—Me he apropiado de muchos de sus procedimientos, pero claro a mi manera. Carpentier empieza a introducir nuevos elementos en la literatura latinoamericana, a partir de sus obras la novelística del continente coge otro rumbo, y yo trato de apoderarme de sus aportes. No me interesan su estilo, su lenguaje, sino sus procedimientos. Siempre digo que creo no tener nada mío, de no usar todo eso me sería difícil escribir.
—¿Qué es para usted escribir?
—Un trabajo como otro cualquiera. Y no solo lo entiendo como el hecho de sentarse a redactar, sino también en el sentido de leer mucho. Leo entre siete y ocho horas diarias y escribo cuando más dos o tres. Escribir es tan duro como dar pico y pala y yo sé lo que es eso, pues he dado pico y pala. Hay que sudar mucho y físicamente uno se agota. Muchos no le dan valor al trabajo sino al talento y eso es falso pues si no se trabaja no hay talento que valga.
—¿Escribe diariamente?
—Empiezo alrededor de las diez de la mañana. Pero, desde que amanece, desde que despierto, comienzo a darle vueltas en la cabeza a lo que voy a hacer. Generalmente lo que había pensado no es lo que escribo. Carpentier decía que cada frase, cada palabra suya, estaba muy bien pensada. Yo no trabajo así, pienso una cosa, maquino algo, pero eso no es lo que al final llevo al papel.
—¿No necesita entonces un plan previo para iniciar una obra?
—Todo lo contrario. Hago un guión completo en la mente, de principio a fin, más cuando comienzo a redactar introduzco variantes. Si no tengo la novela completa en la cabeza no puedo escribir. Claro, hago transformaciones, incorporo personajes. La única, como te dije, que salió del inicio al final, tal y como la había tramado fue Bertillón 166.
—Después que ya tiene tramada la novela, ¿qué es lo más difícil de lograr?
—Hallar el narrador apropiado para lo que quiero decir. En las primeras cuarenta páginas de Un mundo de cosas, sin mentirte, escribí como mil cuartillas para encontrar el narrador, el tono, el ritmo. Por eso, se equivocan quienes piensan que escribir es una diversión…
—¿Pero tampoco es un sufrimiento?
—Claro. No es un sufrimiento agónico. Alguien tal vez sufra, yo ni me divierto ni sufro, sólo trabajo. Igual que un tornero, que se siente contento cuando la pieza le sale bien y triste cuando le sale mal. Para mí, no existe división entre la labor intelectual y la manual. Por eso, me convenzo cada día más que escribir es solo trabajar, trabajar y trabajar.
—Por cierto, ¿antes de ser escritor a qué se dedicaba?
—He hecho muchas cosas. Desde los quince o dieciséis años he trabajado en las más disimiles ocupaciones. Algunas veces, porque pensaba que un escritor debía conocer muy bien la vida en todas sus facetas; en otras, la mayoría, para no morirme de hambre. Fui cortador de caña, recogedor de café, dependiente de una panadería, repartidor de pan, fabricante de caramelos, billetero, obrero de una fábrica de refrescos, vendedor de líquido de frenos y de aceite ricino. En definitiva he sido un buscavidas.
—También trabajó para la radio…
—Si, de la radio fue de donde me jubilé. Tengo más de diez novelas creadas para ese medio, vinculadas todas a Santiago. El caserón, por ejemplo, fue primero un libreto radial y después un libro.
—Se dice que la radio es una buena escuela para cualquier escritor.
—Sin dudas. En la radio se aprende mucho. Uno está obligado a terminar un capítulo diario, que es una meta dura pero que a largo plazo significa un tremendo oficio. Los grandes escritores cubanos, como Alejo Carpentier, Dora Alonso, Félix Pita Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, han trabajado para este medio. Mi consejo por eso, es que todos los jóvenes debieran hacer radio, pues es un gran ejercicio.
—¿Por qué sus obras siempre se desarrollan en Santiago?
—Aunque siempre digo que me pierdo en las calles de Santiago, creo conocer muy bien a los santiagueros. En cuanto hablo unas pocas palabras con cualquiera de ellos me parece que los he tratado de toda la vida. De ahí que mis obras y mis personajes se desenvuelvan en esta ciudad.
—¿Y cómo son los santiagueros?
—Es un enigma. Soy malo en eso de dar definiciones, pero creo que tienen un espíritu de rebeldía contra lo mal hecho, que son muy abiertos y, lo fundamental, muy sinceros, a veces hasta ofensivos por esas ganas de decir siempre la verdad. No es que en otras ciudades de la isla los cubanos no sean así, pero los santiagueros tienen algo especial. Tal vez me acusen de regionalista, pero así es como yo los veo y como los describo en mis novelas.
—Soler, ¿y usted cómo se ve a sí mismo?
—Chico, ¡qué pregunta! Como un santiaguero más.
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