ribbon

Septiembre…

1 de septiembre de 2015

|

Ayer observaba a Marcela y su abuela —más la abuela que Marcela—forrar los libros y libretas para que la niña grande comience este martes el noveno grado.
La adolescente ha recibido muchas críticas por estos días por parte de los más cercanos en su hogar, por haberse descuidado en las vacaciones y haber engordado unos cuantos kilos. Su respuesta, una vez más, es la promesa de que hará dieta. La abuela le cree, los demás “pasan con ficha”.
Septiembre, decían hace algún tiempo, es el mes de los mamoncillos. Fruta que, además de cara, se ha perdido del mercado.
Pero este noveno mes del año viene cargado de nuevas incertidumbres. ¿Disminuirá el calor? ¿Lloverá o seguiremos viendo los aguaceros solo en las nubecitas que ponen en la televisión cuando explican el parte del tiempo? ¿Hasta dónde bajará el llenado de nuestras presas que hoy, a nivel nacional, no superan el 35% del agua que pueden embalsar?
El aire viene caliente, me dice un vecino que sale sin camisa al balcón para compartir su queja con cuantos podamos oírlo.
Así llegamos a este martes primero de septiembre, fecha del inicio de curso en todas las escuelas. Fecha que marca la arrancada hacia metas mayores. Unos, desde el preescolar, ayudados por padres y auxiliares en el círculo o la escuela, para vencer el tan difícil comienzo.
Otros ya han cruzado esa franja divisoria entre la casa y el centro escolar y maestros y padres se comprometen, quizás sin divulgarlo mucho, a encaminarlos de manera que en esa continuidad solo perciban cariño, aliento y formación.
Si un consejo vale para todos es el no olvidar nunca los valores que debemos enseñar a los hijos y a los alumnos. Esa debe ser la asignatura básica de todos los días. Perder valores, como desgraciadamente ocurre con frecuencia por nuestros días, es una mutilación imperdonable en la formación del niño y el joven.
Sabrina, una pequeña y bella niña que acaba de dar el brinco entre su círculo en la calle 12 del Vedado y la escuela, en la calle Línea y 8 en la propia barriada, ya exhibe orgullosa su primer uniforme como estudiante.
Por lo menos hasta este lunes último día de agosto, la niña se mostraba entusiasmada y solo hablaba de las amiguitas y amiguitos de su círculo que deben pasar al mismo centro al que va ella. Mañana iré a verla para que me cuente cómo le fue en este primer día de clases.
Por su parte, Fernandito quien ya terminó su pre escolar y pasó a primer grado, me saluda eufórico cuando va camino, junto a su mamá, Alina, a la primaria Unión Internacional de Estudiantes (UIE). Pronto tendré la pañoleta, me asegura.
En ese ir y venir observo con atención la cantidad de libros, libretas, pomos de agua y no sé qué mas, que llevan algunos estudiantes que arrastran tras de sí una maleta como si fueran de viaje y no por pocos días.
Observo también a padres y madres que llevan como atados a sus dos manos igual cantidad de niños, uno más pequeño que el otro, pero padres que la vida le ha dado la gran dicha de fundar una familia y han decidido cumplir con su gran responsabilidad de formar o ayudar a formar a los menores.
El ir y venir de niños y padres ha cesado. Ya son las 8 de la mañana de este martes 1de septiembre y quien escribe esta crónica, un poco olvidado del gran calor de la mañana, viaja en sus recuerdos hasta aquella escuela rural No. 36, de Barajagua, en la provincia de Holguín, a la que asistí de primero a sexto grado y a la que no podía faltar ni un día, como me exigían mis padres Manuel y Josefa.
Los tiempos son otros y pecaría de superficial no comprenderlo. Pero aquellos seis años en la escuelita de campo, me enseñaron a leer y escribir y a adentrarme en la matemática, la ortografía, la historia y otras asignaturas impartidas por los dos profesores del centro, los inolvidables Eduardo Suárez y Nilza Capote.
Confieso que la exigencia de mis padres —no solo de palabras, sino de hechos— y la dedicación de aquellos dos maestros, constituyeron el dueto formador sin el que no hubiese llegado hoy a escribir estas líneas en un inicio de septiembre de calor y sequía, pero también de felicidad por poder observar tantas caritas alegres en este ir y venir hacia las escuelas.
Fueron los años en que, quizás sin proponérselos, padres y maestros sembraron los valores que nunca más han podido perderse porque, desde entontes hasta hoy, la tarea ha sido la de cuidarlos y cimentarlos en esa única y gran experiencia que es la vida. Un espacio de tiempo que no debemos desaprovechar.

Comentarios