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La madera podrida

16 de mayo de 2015

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maderaTomó los pedazos de madera. De las manos temblorosas, querían escapar. Logró retenerlos. Los apretó suavemente. Recordó. Así retuvo la manita de aquel recién nacido mostrado con orgullo por la comadrona que repetía que era el macho cincuenta que traía al mundo, como si fuera ella la que lo había hecho con él en la misma cama en que saltó a la sábana ensangrentada. Aquella madera rejuvenecía más que las inyecciones constituyentes enterradas por la enfermerita en la dura piel de las nalgas, lo hacía sonreír en su boca de serrucho abollado y recordar cuando en la bodega tomaba el ron pagado a los amigos y dijo lo del cincuenta, todos jugaron a ese número y todos perdieron. En el nacimiento de los otros, se tomaron el ron de la celebración, pero no les importó el nuevo número agregado por la comadrona, pero sí le sacaban en cara la pérdida al “cincuenta” cuando andaba tirando piedras por el barrio junto a la pandilla de turno.
Los vio alzarse fuertes y sanos. La madre decía que gracias a la leche que le hizo crecer aquellos senos pequeñitos descubiertos por él. La contradecía. Era gracias a la madera porque de ella salía el dinero para alimentarla y que el líquido corriera con la fuerza de los aguaceros de verano. La mujer lo reconoció una mañana en este mismo lugar. Encolaba el balancín de un sillón y ella llegó con un vaso de limonada fría, bien fría porque ya tenían un refrigerador comprado a plazos que enfriaba como si se hubiese pagado al contado. Miró el sillón de patas torneadas y de respaldar de altura justa para la comodidad y dijo por única vez: ¡Pobre de la madera sin tus manos!
Aquella noche en la cama de siempre, la hecha por él en sus inicios carpinteros, él le regaló la única hembra del grupo, a la que le talló envidiados juegos de cuarto, de comedor, de sala para sus muñecas y le hizo un columpio todavía recordado por las viejas vecinas que lo montaron.
El intento de sonrisa en la boca desdentada desapareció. Los trozos de madera traían recuerdos tristes. Si todos los hijos mamaron la misma leche y jugaron con las escopetas hechas por esas manos, ¿por qué, por qué? ¿Por qué uno hizo llorar con sus iniquidades a la madre? ¿Por qué lo avergonzó a él? Sintió la dureza de la madera. Resistió lluvias, golpes, bichos taladradores. Otras, guardadas también, no estaban. Volaron ante la primera ráfaga de viento fuerte o no resistieron la mordida de los animalejos.
La anciana entró. Traía al primer bisnieto de la mano. Tan encantada venía por las proezas del pequeño o por pura inteligencia emocional crecida y diversificada con los años que puso a un lado los ojos tristones del carpintero. Desentendida de la palabrería técnica, explicaba como aquella manita sabía manejar la computadora y encontrar sus juegos favoritos.
El ruido lo sacó a él de los recuerdos y a ella del enredo vocal en busca de las muestras de la sabiduría infantil.
El niño había encontrado un viejo carrito de madera que por fuera de época, le resultó extraordinario. Lo rodaba hacia atrás, como lo hacía aquel tío abuelo que jamás le nombrarían por el orgullo familiar.

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