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¿Brubaker? ¿Quién se acuerda?

27 de octubre de 2014

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Han quedado en el olvido aquellos días en que surgía alguna que otra persona preocupada por las inhumanas condiciones en que vive una gran parte de los más de dos millones de presos en Estados Unidos, tal como lo hizo Brubaker, ejemplo de valentía que fue recogido en su momento por la película de igual nombre, protagonizada por Robert Redford.
Los nuevos magnates que dirigen las cárceles norteamericanas se llenan los bolsillos con el dinero del Estado, con gobiernos que no se han opuesto, por el contrario a que se siga privatizando parte de lo que por ética debía ser público.
Lo cierto es que las prisiones federales, no privatizadas, están abarrotadas, con más de 2,3 millones de presos, la mayoría afronorteamericanos, aunque otros cinco millones permanecen bajo el control del sistema correccional del país y cada año son más, nada extraño en una nación cuyas autoridades autorizan “constitucionalmente” la venta libre de armas y poco o nada hacen para evitar el expendio y uso de drogas.
Detrás de la expulsión de mexicanos ilegales de Estados Unidos se encuentra el gobierno estadual de California, quien presionó y logró que la actual administración de Barack Obama enviara a decenas de miles de inmigrantes a México para aliviar la presión que el exceso de presos ejerce sobre su sistema penitenciario.
En Estados Unidos, los derechos básicos de los reclusos no están bien protegidos, como ejemplifican los presos violados por empleados de las 93 instituciones penitenciarias federales, admitió el Departamento de Justicia, que también informó sobre el contagio de enfermedades entre los reclusos, parte de los cuales eran portadores del virus del SIDA, principalmente en las prisiones de California, Missouri y Florida.
La cárcel del estado de Nueva York tiene el mayor número de reclusos con el mal y hepatitis C del país y no garantiza el acceso a los tratamientos de abuso de sustancias, ya que impedía a los consumidores de droga recibir este tipo de tratamiento como una forma de “castigo”, según The New York Times.
EMPEORAR PARA EXPLOTAR
La privatización de las cárceles no ha cesado de crecer desde los años 80, cuando nació el primer operador, pero ha sido en la última década cuando se ha disparado con vigor. Entre 1999 y 2010, el número de reclusos en prisiones privadas aumentó un 80%, muy por encima del 18% que registró el conjunto de la población carcelaria, de acuerdo con las estadísticas oficiales.
Las causas hay que buscarlas en que Estados Unidos vive una epidemia de encarcelación masiva., al crecer siete veces el número de presos, cuyo costo apenas puede ser cubierto por el presupuesto del Estado.
Un reciente documental francés sobre el negocio de las cárceles estadounidenses subraya que tal crecimiento impulsó a las compañías privadas, que se han beneficiado del efecto de la crisis económica, al ofrecer costos supuestamente más bajos que los del sector público.
Sin embargo, es iluso pensar que las cuotas mínimas de ocupación de las cárceles acaben beneficiando a los contribuyentes. La entidad asegura que, por ejemplo, en Arizona las prisiones privadas han acabado costando 33 céntimos más al día por recluso que las públicas, mientras que en Colorado el traslado de los 3 330 presos para cumplir la base mínima ha acarreado una factura de dos millones de dólares.
Como es previsible, el auge privatizador ha engrosado las cuentas de Corrections Corporation of America (CCA) y del otro gigante del sector, Geo Group.  Por ejemplo, en el tercer trimestre del pasado 2013,  CCA registró un beneficio neto de 51,8 millones de dólares en comparación con los 42,3 millones del mismo periodo del año anterior. Ambos grupos cotizan en bolsa y su elevada rentabilidad ha atraído a grandes entidades financieras y bancos a invertir en ellas.
En este sentido, según el informe de In the Public Interest, tanto CCA como Geo Group hacen intensamente lobby para tratar de que endurezcan las leyes con el objetivo último de aumentar —o como mínimo mantener— la población carcelaria, al mismo tiempo que hicieron generosas donaciones a las campañas de líderes políticos clave.
Ambas compañías intentan reducir al máximo los “costos operativos” de sus prisiones para convertir en ganancia las aportaciones que reciben de los gobiernos. Esto se traduce en tener el personal estrictamente necesario y ahorrar en el mantenimiento de las instalaciones, la seguridad y sueldos bajos, lo que suele derivar en contratar a trabajadores sin la calificación necesaria.
Y todo ello puede generar un cóctel explosivo que, en algunos casos, ha desencadenado en maltratos a los presos, un aumento de la conflictividad o incluso en fugas de reclusos, como pasó no hace mucho en una cárcel de Idazo.
Por supuesto no había nadie que pudiera defender a los reclusos, como lo hizo en su momento Brubaker, cuestión que revela la impunidad que logran esas compañías.
En casos como el de Idaho, el rescate público acaba disparando el presupuesto de gestión de la prisión y fueron los contribuyentes quienes pagaron los platos rotos. Y todavía hay quien se pregunta el porqué del auge de la privatización carcelaria en Estados Unidos, sin que ello haga disminuir, por el contrario, el elevado número de violaciones de los derechos humanos.

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