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1951: debut en España de María de los Ángeles Santana

18 de julio de 2014

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En esta sección reproduciremos hoy un fragmento de nuestro libro “Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana”, publicado en el 2014 por la editorial Letras Cubanas.
Se trata de un pasaje en el cual la artista criolla evoca su debut en la capital española, el 9 de febrero de 1951, en el teatro Madrid, con la compañía de Manolo y Antonio Paso, quienes escribieron expresamente para tal ocasión la revista Tentación, musicalizada por el maestro Daniel Montorio.

Las 5 000 localidades del teatro Madrid son vendidas 72 horas antes de estrenarse “Tentación” y, en medio de un intenso frío, el público permanece en largas colas frente a la taquilla del coliseo para comprar las de los próximos días. Desde mucho tiempo atrás, ninguna artista extranjera provoca tanta curiosidad e interés en España, independientemente de la costosa campaña de divulgación sufragada por la Empresa G.E.M.A., que a los más recónditos lugares de la capital española hace trascender la figura de María de los Ángeles, reproducida en periódicos, carteleras de la Gran Vía, baulitos de cartulina, calendarios y 50 000 pañuelos de seda obsequiados al pueblo.
Pero nada significa toda esa propaganda ante la inexplicable influencia que, luego de su arribo a Barajas y en las semanas preliminares a su debut, ejerce La Santana sobre el público madrileño, un público que en la primera representación de la revista, aún sin verla actuar y cantar, recibe, emocionado, “a la gran estrella de Cuba”.

El domingo anterior a la première de “Tentación” Julio y yo fuimos con Maruja Paso y Montorio a su finca, situada en la Sierra de Guadarrama, próxima a Madrid, porque querían complacer mi deseo de gozar del espectáculo de la caída de la nieve. Montorio me dijo: “Allí te vas a hartar de verla caer”. Efectivamente, disfruté unas horas inolvidables, en las que pude jugar con la nieve, ponerme unos esquíes y recrearme con la belleza de aquel paraje repleto de pinos, en el cual hubiese anhelado ascender hasta el último piquito del Guadarrama. Pero por no ir con la ropa adecuada para enfrentar la crudeza de ese invierno, al regreso a Madrid empecé a padecer no sólo una tremenda disfonía, sino también un malestar general en el cuerpo.
Manolo Paso, su padre y Montorio no sabían qué hacer para contribuir a mi inmediata recuperación. Fui atendida por un excelente médico de Madrid y me puso un tratamiento a base de penicilina, inhalaciones, gargarismos… La Santana luchando contra aquella afección y Julio inyectándome sin violar los horarios correspondientes e intentando hacerme olvidar mis principales preocupaciones: quedar mal con los Paso en el estreno de “Tentación”, cuyo montaje les costara tantos sacrificios económicos, y, además, que en el Madrid no se usaban micrófonos, los cuales, en mi estado de salud, me hubieran ayudado a no esforzar la voz. Recuerdo que en el primer ensayo, al preguntar dónde estaban, Manolo se puso un dedo en la boca y dijo: “Ahí los tienes”, o sea, se requería de la mejor proyección de la voz en ese teatro, en el que casi se necesitaban unos prismáticos para ver el final del lunetario.
Asistí a los últimos ensayos apoyada en el máximo de mis fuerzas, mientras el plan del especialista daba los primeros frutos. Y aún convaleciente vino la fecha del estreno. Cuando terminé de vestirme fui hacia el espejo, me sentí satisfecha con la imagen devuelta, parecía tener una salud envidiable. A punto de abandonar el camerino, mi mirada se posó en el cuadro de la Virgen de la Caridad, en mi bandera cubana, hasta recaer en la fotografía de papá. Al contemplar sus ojos, aquella mirada tan pura y bondadosa, me pareció escuchar las palabras de su petición: “No falles. Confío en ti”. Reteniéndolas en la mente, unos minutos antes de mi salida en el primer acto de “Tentación” me paré cerca del escenario y esperé la orden de aparecer en la parte superior de la escalera de 14 escalones, en la que la luz de un reflector me envolvió por completo.
Todavía en la actualidad, distante del impacto de esa noche, quizás no sea capaz de referir con exactitud qué sucedió en el público al hacer mi salida al gigantesco proscenio del teatro Madrid, en ese instante en que bajaba aquella escalera, erguida como una palma real, para cantar “Yo seré la tentación”, el bolero angular de la revista. Yo seré la tentación/ que tú soñabas,/ yo seré la tentación/ hecha carne de pasión,/ la mujer que tú esperabas.// Mis caricias lograrás/ si a ti me entrego,/ pues mi cuerpo te he de dar/ como premio a tu tesón,/ ven a buscar la tentación.// Si mi rostro alguna vez/ turbó tu sueño,/ si anhelaste el placer/ que aquel sueño te hizo ver,/ ahora puedes ser mi dueño.// Yo seré la tentación/ que tú soñaste,/ yo seré la tentación/ y hacia ti yo voy/ a ofrecerte amor.
Por espacio de unos segundos inolvidables palpé la expectación de la sala, que estaba de bote en bote, y estalló una ovación inmediata. Alcanzó tal magnitud, que me olvidé de los malestares físicos. Emanó de mi interior esa fuerza mágica que permite a los artistas vencer dolores de distinta naturaleza en el desarrollo de una función y tomé plena conciencia del significado de un debut en España, algo muy serio en cualquier época, por tratarse de un público conocedor y que, como pocos, sabe si “da”, “quita” o “consagra”.
Todas las luces de la sala se encendieron y, delante de esa masa de espectadores puestos de pie, se impuso mi costumbre de hablarle al público en los teatros habaneros. Sentí necesidad de agradecer su calurosa bienvenida, la cual, manifesté, constituía el mayor regalo recibido después de mi llegada a España. De ahí en lo adelante, usé los recursos vocales que conocía y apliqué las enseñanzas de Agustín Rodríguez en el Martí acerca de la proyección de la voz. Despojada por completo del nerviosismo lógico de un debut, comencé a experimentar la misma sensación de una pluma que flota en el aire, a jugar con los diálogos de la obra, salpicados de situaciones cómicas, di rienda suelta al aire tropical, antillano, que me propusiera reflejar en aquel espectáculo a través de la música que interpretaba.
Mis energías se intensificaban al ir al camerino para cambios del vestuario y ver tantos ramos y canastas de flores enviados por cubanos que se encontraban en Madrid, como el actor Ernesto Galindo, afectos ya contraídos en España o personalidades de la cultura española que, unidas en la labor teatral de largos años, formaban una prolongación de la familia de los Paso y, a partir de los ensayos, me auguraron éxitos: el famoso don Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura, los escritores Joaquín Dicenta [hijo], Francisco Serrano Anguita y Alberto Insúa y el compositor Jacinto Guerrero, quien fallecería meses más tarde y acompañó sus rosas de una pequeña tarjeta con un mayúsculo “¡Enhorabuena!” de su puño y letra… Ni tan siquiera supe si el tiempo transcurría, me percaté de ello a las dos y treinta de la madrugada, hora en que terminó la función, porque el público enloqueció cuando escuchó las composiciones de Montorio, coreaba a los artistas repetirlas una y otra vez, y él tuvo que negarse a seguir acompañándonos con la orquesta, si no el estreno de “Tentación” hubiese terminado al salir el sol.
Aún me parece escuchar la salva de aplausos desencadenada por Oller y Selica tras sus respectivas interpretaciones de “¡Ay, Ros Mari!” y “La Pepa”, las cuales el público entonó al abandonar el teatro aquella madrugada; y el alboroto de los asistentes en los minutos que canté y bailé “En la tierra del sol”, secundada por las vicetiples.
En el último cuadro, “La bomba atómica del amor”, el auditorio se quedó perplejo; parecía una de las fantásticas narraciones de “Las mil y unas noches”. Era el momento cumbre de la obra, en el cual, a la vista del público, se producía una vertiginosa subida y bajada de telones, de cortinas de rompimiento, mientras desaparecían los elementos ubicados en el proscenio. Este se transformaba en una especie de infierno en que las llamas, logradas magistralmente a través de las luces, lo devoraban todo.
Las vicetiples entraban por doquier, aterradas a consecuencia de aquel cataclismo y, de pronto, la luminotecnia creaba unos efectos especiales y yo volvía a aparecer descendiendo la escalinata de 14 peldaños en maillot, pero con una ancha capa de gasa de color rojo encima, la cual, aunque la censura sólo me autorizaba abrir por unos segundos en el escenario, nunca en la pasarela, siempre me las ingenié en hacerlo más tiempo. Así cantaba otro hermoso bolero: “Ambiciosa”.
Tal apoteosis llevó a su clímax el enardecimiento del público. Al finalizar no sé en cuántas ocasiones levantaron el telón para ovacionar a Manolo, a don Antonio, a Montorio, a Oller, a Selica, a Pedrín Fernández… no sé cuántas veces me vi obligada a saludar, no cabían en mis brazos las flores regaladas y, más conmovida que en el acto anterior, volví a dirigir unas palabras a los concurrentes. Tan emotivamente hablé que luego don Antonio Paso afirmó: “A partir de ahora te podemos considerar un émulo de Federico García Sanchiz”, el famoso orador español.
Sin embargo, a Manolo Paso por nada le da un síncope, pues en España —excepto si estaba bien estudiado lo que iban a decir y lo aprobaba la censura— los artistas jamás podían tomarse la libertad de hablar a su antojo con el auditorio. “¡María, no sabes lo que has hecho delante del inspector de la censura! Seguramente ahora me impondrá una multa”. “Manolo, haz recaer en mí la culpa, explícale que se debió a la emoción de debutar en esta España, que ya también siento mía, y el amor reflejado en los aplausos del público”.
Pero el inspector de la censura ni se inmutó ante lo sucedido y me dejé envolver, desde el escenario hasta el camerino, en una ola de abrazos de amigos, de periodistas, de los tramoyistas del Madrid y  de mis compañeros de elenco de “Tentación”, que en su estreno ofrecieron lo mejor de sí mismos para obtener el éxito inicial de una revista aún recordada en España entre personas de mi generación. Y sin pretensiones de adornar los recuerdos de esa noche, puedo asegurar esto: mi corazón latió con fuerza en medio de aquel triunfo al pensar en Cuba, en mi inolvidable tierra, a la que no había hecho quedar mal.

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