Un artículo dedicado a la habanera Tú
9 de mayo de 2014
|En nuestra sección reproduciremos un artículo acerca de la mundialmente famosa habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes (La Habana, 1874-1944), publicado por la periodista Berta Arocena en el diario El Mundo, de la capital cubana, el 3 de abril de 1945 bajo el título de La habanera Tú en un pespunte.
Conchita Gallardo y el actual ministro de la Enseñanza, quien ha patrocinado a la compañera su iniciativa espiritualizante, hacen de hoy, 3 de abril — ¡y ojalá que se repita en los años que siguen a éste!— el Día de la Canción Cubana. Coincide la folkórica eufonía de la fecha con el aniversario del nacimiento, en primavera antillana ocurrido, del maestro Eduardo Sánchez de Fuentes. La habanera Tú — lo confesó el propio Eduardo a un periodista— es la adolescencia de aquel trovador, que se llevó en otoño pasado la Parca, retorcida de envidia, sin embargo, e iracunda, ante la estela inmarcesible que en la música vernácula iba a dejar su víctima. Evoquemos la noche aquella en que su autor bautizó la canción famosa, cuando bullía la juvenilia de una tertulia criolla, a fines del ochocientos, al amparo de una lámpara de cristal de doce luces.
Puede que alguien objete —quizá una lectora modista, avisada además en nuestro léxico— el deficiente quilataje, en propiedad gramatical, de la metáfora. Porque el pespunte es una costura que muere sobre sus pasos. Y la habanera Tú es un acento melódico que vivirá eternamente.
De todos modos, escuchen:
Corría el año 1894. En el que fuera palacio del marqués de Arcos, en la calle Teniente Rey, habitaban a la sazón Leandro e Idelfonso Guzmán, casados con las también hermanas Mejías: Enriqueta y Francisca. Una teoría de chiquillas, locuaces y primorosas, abejaba en la casona, desbordando su alegría, que contagiaba a los transeúntes, por todos los vanos del colonial edificio. Luisa y Teresa, primas hermanas dos veces, eran más pequeñas y se entrometían en las veladas, donde a diario acudían damiselas y gomosos. Allí, los García Kholy y Renée Molina. Allí, los Sánchez de Fuentes… (Pero… ¿a qué citar otros nombres, apuntados en mi carné de repórter? Mientras una desolada entrevista, a raíz de su viudez, con Luisa Sell de Sánchez de Fuentes, si con los anteriores basta?). Allí llegó Eduardo aquella noche, no prodigando el humour como siempre. No empeñado , como era su costumbre, en desterrar el usted —un trato ceremonioso que detonaba en las amistosas relaciones entre un galán y una sílfide por debajo de los cuatro lustros de existencia— de la sala cordial de los Sell y Guzmán, donde las hermanas Mejías se turnaban para chaperonear a las muchachas. Llegó Eduardo aquella noche con un aire reservado, entre petulante y misterioso, mostrando hasta indiferencia hacia el idilio que devanaban Renée Molina y Juan de Dios García Kholy, desde que el mozo usaba pantalón corto. Y eso que a él — confidente de Romeo y cómplice del disimulo de las personas mayores a la efusión del noviazgo en primicia— le gustaba alarmar a la bisoña pareja con sutiles alusiones al romance. Y eso que a él le tentaba la retozona charla con Teresa y Luisa, a quienes podía tratar de tú, por virtud del relente infantil de las trenzas sueltas. Y eso que… lo hemos dicho: a Eduardo lo henchía la vanidad aquella noche, a pesar de que, muy importante su “pose”, en secreto pretendía mantener un triunfo.
Teresa y Luisa dieron al fin con el motivo que distanciaba de la tertulia a Eduardo Sánchez de Fuentes. Ellas mismas lo contaron a esta cronista en septiembre último. Alejadas las dos primas, como el piano que cerrado se erguía nostálgico en el estudio del maestro, de la romántica primavera de aquella noche.
«A Eduardo, me informó Teresa, más que estudiar para hacerse abogado, a los diecisiete años le gustaba escribir música».
«Y Luis Estévez, con voz regada de lágrimas, agregó Luisa, lo utilizaba. Era Eduardo quien llevaba al pentagrama las páginas musicales que a Estévez se le ocurrían, cuando sus ocios».
«Luis Estévez y Marta Abreu, entre suspiros — los recordó la palabra enternecida de Teresa— habían escuchado a Eduardo unas horas antes de la tertulia nuestra. En su vivienda de millonarios, el joven músico arrancó al piano de cola la melodía de una habanera preciosa».
Y suspirando más quedó:
«¡Los Estévez querían y festejaban a Eduardo muchísimo!».
¡Una habanera preciosa era el secreto que llevó a la tertulia de las Sell y Mejías una noche de primavera en 1894 Eduardo Sánchez de Fuentes! Había sonorizado el marfil del piano estremeciendo cada uno de los recodos del mueble historiado y pomposo. Había escrito una página de gloria, si se atenía al éxtasis que en Luis Estévez y Marta Abreu propiciara su pieza. El autor era él, un estudiante de Derecho, a quien aburrían los temas de clase, tanto como encendían su entusiasmo los insurreccionales síntomas. ¡Tanto y tanto como lo había emborrachado su creación artística!
El secreto, a pesar de Eduardo, según creyó él, de acuerdo en todo con sus recónditas ansias, según cualquier psicólogo de la adolescencia, se deshizo, frente al piano, en la tertulia aquella noche, bajo el brillo que proyectaban los ojos de las muchachas, en competencia con la claridad que por la sala derramaba una lámpara de cristal de doce luces.
¡Cómo se amaron Renée y Juanillo, al compás de la habanera milagrosa! ¡Cómo se hizo Luisa mujer ante su creciente admiración por el héroe de la noche! ¡Cómo se prendieron a las abiertas ventanas del recito los transeúntes! ¡Cómo se habían remozado Enriqueta y Francisca Mejías cuando Eduardo, todavía las facciones desordenadas por el clima de la composición inspiradísima, se volvió a la concurrencia!
Para mí no hubo aplausos. En su lugar, una arrebatada palpitación de corazones al unísono, destacando mejor el homenaje de un silencio. Silencio que rompió al cabo Renée Molina, eje su talle de una falda de muselina de vuelo amplísimo, quien apartándose un instante de Juan, se acercó al pianista.
«Dígame, Eduardo, y ¿qué nombre ha dado usted a esa habanera lindísima?» Libre de su secreto agobiante, aliviada por la expresión del mensaje la vanidad que distanciaba de la tertulia a Eduardo Sánchez de Fuentes, éste exclamo con malicia, desterrando para siempre de la sala de las Sell el engolado tratamiento:
«Mi habanera, Renée, se llama Tú. Por eso te la dedico. ¿Estás contenta?»
Así fue el pintoresco bautismo de la habanera que iba a hacer célebre a Eduardo Sánchez de Fuentes. Si Renée Molina estaba y está aún muy contenta porque le dedicaran la cubana canción antonomástica, no fue su musa precisamente. Más bien parece que lo fue Luisa Sell, quien conserva en autógrafo, como pentagrama, en el paisaje de un abanico barato, la habanera Tú, que sirvió a Eduardo para precisar una, por Luisa anhelada, declaración amorosa.
Con ligerísimo tic nervioso, en stacato sobre la charla que sostuvieran la viuda del maestro y la cronista, en septiembre último, Luisa me alargó el abanico, donde el autor de Tú hubo de instarla, a dos años de aquella encantadora noche, para que ante el altar, entre azahares, le jurara su fidelidad de esposa.
Era otoño en el Vedado. Desde la sala en que nos hallábamos, a Teresa Sell de Santamaría, que me acompañó a la entrevista, se le iba, sin quererlo, con el alma la mirada hasta el estudio de Eduardo. Hasta su piano, aunque mudo, elocuente de añoranzas.
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Mi abuelo era Ildefonso Sell Mejia, hermano de Ignacio y otras hermanas entre ellas Luisa y otra chica que casó con Marcelino Santamaría. Mi abuelo nacido en Cuba, que estudió en el colegio de los Jesuitas de Málaga y luego ingeniero en Bélgica, casó con mi abuela María Marín Sell, que era su prima hermana, en Málaga, España. Mis tías nacieron en La Habana. Y vivían en Varadero y El Mariel. La familia tenía plantaciones de azúcar.