Gracias Gabo… por hacernos soñar
22 de abril de 2014
| |Irreverente, nostálgico, lúdico, único, así se recuerda a Gabriel García Márquez. Considerado uno de los escritores más populares y leídos de habla hispana, el Gabo murió a la edad de 87 años. Una vez más Méjico vuelve a ser escenario de trágicos acontecimientos. Minutos después de confirmarse la triste noticia, en el mundo de las letras y la política de América Latina hubo un solo sentimiento: consternación.
A continuación proponemos las opiniones que sobre la vida y la obra del Nobel colombiano ofrecieron para nuestra emisora Carilda Oliver Labra (Premio Nacional de Literatura 1998), Enrique Pineda Barnet (Premio Nacional de Cine 2006), Ilse Bulit (Periodista y Asesora General de Habana Radio) y Marilyn Garbey (Especialista en Artes Escénicas).
La huella de un descubridor
Enrique Pineda Barnet: A mí no me gusta la palabra “pérdida”. Es lamentable que uno se quede vacío con una figura como lo es Gabo. Me atrevo a decirle “Gabo”, porque sé que universalmente las personas, de las más humildes a las más cultas, saben quién es y lo sienten. Él no deja vacío ni pena sino la huella en la piel, en la mirada y el pensamiento. La huella de un descubridor, él es el descubridor real de América Latina. Nos inventó sobre nosotros mismos y eso es imborrable.
Lo conocí en Moscú en la década de los años 60. Me lo presentó quien era su intérprete en esos momentos. Dejamos un tiempo largo sin volver a encontrarnos hasta que un día me llamó por teléfono el hijo del escritor Eliseo Diego y me dice: Oye, estoy en la casa discutiendo con el Gabo. Acaba de decirme muchos elogios sobre tu película “Mella”.
Claro que eso me dio un orgullo tremendo. Después nos vimos más a menudo: en la fundación del Nuevo Cine latinoamericano, en la Escuela de San Antonio de los Baños y en distintas oportunidades. Él es un cineasta, un cineasta absoluto en su literatura. No creo que haya alguien capaz de llevar a la imagen cinematográfica la emoción, la sensación de las mariposas amarillas, no creo que sea factible que se haga.
Siempre fue fiel a los cubanos
Ilse Bulit: Cien años de soledad yo creo que fue una conmoción para mi generación. Por medio de esta novela, hubo jóvenes que decidieron su vocación. Se habla de García Márquez como el gran intelectual, pero prefiero verlo como lo que él dijo que se sentía: el periodista.
Quien lee cualquier libro de él, se dará cuenta que el periodismo siempre estuvo presente. Detrás de ese hombre hay otra cualidad que le falta a los hombres actuales: la fidelidad. Estuvo a nuestro lado y no era fácil estar con nosotros en ciertas circunstancias. Siempre fue fiel a los cubanos. Sinceramente: Yo soy de la generación que por sus obras se revolvió por dentro y por fuera.
Su gloria es eterna
Carilda Oliver Labra: Lo conocí en un momento especial que recuerdo con cariño y agradecida. Es casi una cosa simpática pero también podríamos decir profunda. Tenía entonces alrededor de 70 años. Me llamó un día nuestro Comandante en Jefe y me da la sorpresa, la alegría y la mucha suerte de decirme que me invitaba porque al día siguiente él tenía un acto sencillo, casi familiar, breve, para homenajearlo.
El encuentro era con varios escritores y otras personalidades. Estaba él con su esposa y había pedido tener algunos libros míos. Yo me aparecí con tres y uno fue para Fidel. Me pidió que le dedicara uno, cosa que hice, y me dijo: el otro fírmelo nada más, porque quiero llevárselo a unos admiradores que usted tiene por allá.
Hablamos muy poco. No lo permitía el grupo que estaba allí, pues todos querían estar a su lado. Pedí que me diera su firma pero con el apuro y el traslado de una provincia a otra había olvidado uno de sus libros. Tampoco había papel por ningún lugar y tomó una servilleta de la mesa y me puso algo junto a su nombre.
Yo le dije: Ay, pero se va a borrar. Este papel no va a soportar el peso de su gloria. Y él me contestó: Si se borra no importa, también nos vamos a borrar nosotros. Le respondí: Nunca usted se borrará porque su gloria es eterna.
Apresar su poesía en el teatro no es una empresa fácil
Marilyn Garbey: Realmente García Márquez tenía (tiene) una imaginación tan exuberante, un verbo tan desbordado que es muy difícil apresarlo en términos de teatro. El teatro es acción: todos los gestos que suceden en un escenario, cualquiera que este sea, debe tener algún sentido, de lo contrario—dicen los teatristas— ese gesto sobra.
Pero esa energía vital que surgía de la literatura y de su poesía, sigue siendo fuente de inspiración para la gente de teatro. Uno de los grupos emblemáticos el Teatro Buendía, lleva justamente el nombre de uno de los grandes títulos de García Márquez. La maestra Flora Lauten en el año 1989, decidió abrir nuevos caminos para el teatro cubano y se impuso la mirada de los jóvenes. Eso sucedió con muchísimos conflictos y contradicciones pero creo que lograron salir a flote, justamente, porque habían recogido parte del espíritu de la familia Buendía.
A los alumnos y seguidores de Flora Lauten nos gusta y nos place decir que somos hijos de Buendía. Una familia que se inspira en esos Aurelianos que llevaban la marca de ceniza en la frente. Nosotros decimos que es una marca de ceniza teatral. Creo además que su obra Crónica de una muerte anunciada tiene los sucesos más susceptibles para convertirlos en acción teatral y que el grupo colombiano La Candelaria intentó llevar a las tablas para hablar de la violencia que corroe a la sociedad colombiana.
Amante de la vida, Gabriel García Márquez ya es historia. Gracias Gabo… por hacernos soñar.
En audio: Mi homenaje a Gabriel García Márquez
Por Maydelis Gómez Samón.
Silvio Rodríguez sobre Gabriel García Márquez: “No recuerdo…”
No recuerdo dónde lo conocí. Puede haber sido gracias a Haydee Santamaría. Acaso coincidimos en alguna comida en casa de la amiga común, quizá en aquella en que fui embromado con una tortilla de plátanos maduros. Lo que sí tengo claro es que en septiembre de 1969, entre la treintena de libros que embarqué en el Playa Girón, había un Cien años de soledad que ya había leído un par veces.
Lo veo a flashazos, en distintos momentos. Un 31 de diciembre me invitó a una fiesta en la que estaban su amigo Fidel Castro y el actor norteamericano Gregory Peck. Hubo un momento, cercano a las 12 de la noche, en que me vi conversando con aquellos gigantes y me sentí desubicado.
La primera vez que estuve en su casa de México fui con Raúl Roa Kourí y mi hermana María, casados por entonces. Estaban de tránsito, camino a New York, donde estarían 6 años sirviendo a Cuba ante las Naciones Unidas. Fuimos por la mañana y pasamos algunas horas en el despacho del escritor, donde estaban algunos de sus libros, su máquina de escribir. Allí constaté que, tal y como se decía, sobre su mesa de trabajo había un un florero con una rosa amarilla. Creo que fue la primera vez que vi una rosa que parecía un sol. O la primera que reparaba en ella, iluminada por la mitología en torno al genio literario.
Hablamos de música. Uno de sus hijos estudiaba flauta. En algún lugar yo había leído que él escribía escuchando a Bach; pero aquella mañana nos dijo que entre sus partituras preferidas estaba el concierto para violín y orquesta de Sibelius. Revisó sus discos (con la ayuda de Mercedes) y me regaló una versión, que tenía repetida, dirigida por Von Karajan e interpretada por Christian Ferras. Antes de dármelo rotuló su nombre en la carátula, con plumón azul Prusia. Después me obsequió su novela más famosa, que yo casi me sabía de memoria. Hablamos también de cumbias y vallenatos, tema del que era experto. Concluyó la clase magistral con ejemplos en los que su nombre era mentado y, con cierta ternura, nos hizo escuchar una cumbia que lo increpaba por algo que no recuerdo. Finalmente me obsequió dos casetes, con selecciones personales. Aquellas cintas no me duraron mucho, porque le comenté a una periodista que las tenía y se las llevó, jurando muchas veces que sólo las quería para copiarlas y que enseguida me las devolvería. Ojos que te vieron. O más bien: oídos que te escucharon…
No recuerdo por qué un día me tocó llevarlo al centro campestre de Río Cristal, donde se iba a celebrar un almuerzo relacionado con el premio literario Casa de las Américas. Por el camino traté de hablar lo menos posible, para no meter la pata, pero acabamos comentando la separación de un matrimonio. Yo, sagitario imprudente, sentencié que era una desavenencia pasajera. Él me miró de una forma en la que pude reconocer, en el breve vistazo que le dirigí puesto que iba manejando, que sentía más congoja por mi optimismo que por la pareja distanciada. Puede que en el fondo yo pensara como él, y que sólo siguiera la costumbre totémica de expresar mis deseos y no lo que realmente sucedía. A veces me he equivocado, de diente para afuera, aunque de diente para adentro sepa que ejecuto un ritual que significa lo contrario. En aquel caso, en pocos días comprobé que su mirada de piedad tenía más peso que todas mis palabras. Y, además, comprendí que él no era adicto a mis ceremonias primitivas y que conocía mucho mejor que yo a personas que yo veía más a menudo.
Hace poco conté, a propósito de una canción de mi ultimo disco, la especial circunstancia de haber tomado un vuelo en el que sólo iba otro pasajero. Era hasta México, con escala en Cancún. Aquella tarde los cielos estaban cargados de oscuridades y nuestra soledad compartida, entre tantos asientos vacíos, propició el acercamiento. En aquel avión, que daba tumbos y bajones, el escritor me iba explicando –con una serenidad inconcebible– que a veces se le ocurrían ideas que no daban para novelas o cuentos, y que posiblemente eran canciones. En todo momento fui consciente de la fatalidad de que aquel encuentro ocurriera en circunstancias tan adversas, porque los incesantes sobresaltos no me permitían estar todo lo atento que deseaba. Luego, en Cancún, se llenó el avión, los cielos se aplacaron y el viaje dejó el misterio atrás, siendo menos propicio, aunque yo me despedí diciendo que iba a tratar de darle taller a algunas de las ideas –a veces relampagueantes– que tuve la suerte de escuchar. En un terrible hotel de Panamá hice un primer acercamiento que se perdió en la bruma, y sólo hace muy poco logré organizar algo cantable.
Cierta vez estuve una noche en su casa del DF y, a la hora de irnos, comprobamos que faltaba el carro en que habíamos llegado. Buena parte de aquella madrugada la pasó con nosotros en la comisaría, prestando declaraciones y tratando de ayudarnos. Otra noche, hace no mucho, fuimos al bar de una señora llamada Margarita, lleno de caricaturas, donde Sabina hacía gala de los tantos corridos y rancheras que se sabe. La última vez que fuimos a su casa cargó a Malva en la puerta de despedida.
Dejo constancia que la única vez que visité la hermosa Cartagena de Indias fue gracias a él, que me recomendó al Festival de Cine como jurado. Ni antes ni después he vuelto a entrar a un Casino. Aquel era propiedad de un amigo, señor que amablemente nos regaló unas fichas para que probáramos suerte en la ruleta. Yo le seguía las manos al dealer, a ver si las ocultaba bajo la mesa para apretar algún botón. Pero el hombre daba un respetuoso paso atrás, cada vez que la rueda de la fortuna empezaba a detenerse, quizá leyéndome la mente. Viendo lo rápido que dilapidé mi capital, el escritor, de un blanco impecable, se partía de la risa.
Voy a conservarlo así, sonriente, gozando de la vida, a lo mejor en la voluta de una idea que la insondable alquimia de su talento dejará en una ínfima reseña, algo que ni siquiera llegará a ser canción: acaso un insecto posado en un mantel, la pintura vahída de un bote surcando el río Magdalena, la nota disonante de un triste amolador de tijeras. Seguro así me sentiré alguito menos huérfano.
(Tomado del blog Segunda Cita)
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