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Las patrimoniales taqui-mecas

12 de abril de 2014

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índiceEl joven era un cartero de estos tiempos. Pocas cartas y horario irregular. Nadie le reclamaba cartas, solo los periódicos y las notificaciones del arribo de paquetes postales. Curioso sí, pero no violador de correspondencia, le extrañaban esas cartas llegadas a esa dirección que nunca antes recibió ni un cable de afuera. Y esta, la que traía hoy, lo deslumbraba. Tenía una letra de rasgos parejos inclinados a la derecha como si hubiera salido de la cervecera del puerto y todas las palabras terminaban en un rabito alzado hacia el cielo.
Tocó en la puerta. Sonó el silbato, todavía tenía silbato. La ventana se abrió y una mano arrugada perteneciente a un brazo arrugado y un rostro arrugado se tendió mientras de unos labios arrugados salía un “buenos días” estirado y dulce a la vez, porque venía acompañado de la invitación a un buchito de café.
Apoyado en la ventana sorbía el café mientras la anciana, cero pregunta por medio y solo impulsada por esas ganas de relacionarse con los otros, invasoras de los solitarios obligados, le contaba que las letras mareadas procedían de una amiga de la infancia.
El joven se preguntaba interiormente el misterio de unos ojos brillantes, lectores veloces en medio de tantas arrugas. Seguro la señora, era un muchacho bien criado, pensaba en señora y no en vieja, tendría algún implante digital en la retina o hasta células madres regeneradoras. En ninguna página Web había leído que por un toque misterioso todavía no desentrañado, a los viejos siempre se le queda alguna zona adolescente. En el mejor de los ejemplos, es el causante de los viejos y viejas asesores y en el peor de los casos, la existencia de viejos y viejas verdes.
La señora leía y contaba. No lo que decían las letras mareadas porque era una guardadora del secreto epistolar, por lo menos en los primeros días de la escritura. Al paso de los años, si ella respiraba todavía en el clan de los vivos y el joven permanecía en su puesto de cartero, lo último más difícil que lo primero, trasladaría el contenido ahora secreto porque pasaría a ser registrado en las historias antiguas, las preferidas por narrar en la ancianidad.
La taza plástica vacía, el joven recostado a la ventana y ella hablando de la remitente vestida de uniforme largo y trenzas casi tan largas. Era la más inteligente, la más despierta, tanto que continuó estudiando en las noches, mientras trabajaba de taqui-meca de día. Aquí el muchacho la interrumpió por desconocer el término. Supuso que se trataba de una carrera académica, algo así como la especialización en la mecánica de las taquicardias. Un sonido retumbante interrumpió la explicación. El móvil avisaba al curioso de un mensaje de texto. Lo leyó, sonrió por el anuncio de la cita nocturna, devolvió la taza. Ya no le importaba conocer que hacían las taqui-mecas, si era un trabajo estatal o privado y cuanto ganaban y en qué moneda.
Aunque a los ochenta años no interesa el futuro, la anciana se preguntó si ese aparato gritón archivaría los recuerdos.

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