¿Mar Muerto? ¡Mares muertos!
12 de marzo de 2014
|La extrema salinidad hace la vida virtualmente imposible en el Mar Muerto, pero por una u otra causa muchos mares más se están convirtiendo en tumbas de especies vivas.
Y es que estamos actualmente experimentando la fragilidad de los equilibrios marinos, como los casi muertos mares Índico (un océano) y Báltico; el Mar del Norte, cuyos recursos piscícolas declinan trágicamente; el Mediterráneo, gravemente afectado, y los arrecifes agonizantes del mundo entero, sin contar la depredación provocada por el aun reciente derrame de petróleo en el Golfo de México.
Hay más de 150 zonas muertas, que van en extensión de un kilómetro cuadrado a 70 000 kilómetros cuadrados en el mundo, por el aumento de la contaminación proveniente de tierra adentro y la perdida de hábitat capaces de filtrar la polución, lo cual ha provocado la expansión de zonas hipóxicas.
A pesar de su importancia crítica, suele considerarse que los ecosistemas oceánicos carecen de utilidad en el mundo. La ignorancia generalizada sobre su importancia ha contribuido a este concepto y ha promovido la destrucción y degradación de los ecosistemas.
Y es que en este planeta se ha descuidado la conservación de la diversidad biológica de los océanos y hay ecosistemas enteros amenazados de extinción (como los ya nombrados Mar del Norte y Mar Báltico).
Ente los grandes desafíos del siglo XXI la sociedad tiene que aprender que los océanos son fuente de vida como también puede serlo de la muerte, deben, por tanto, ser apreciados y protegidos; si se relegan al olvido las necesidades ecológicas de los ecosistemas oceánicos; el estado del medio marino se convertirá en impedimento del desarrollo sostenible en lugar de un recurso para este.
DESASTRE QUE VIENE
El estudioso Adán Salgado Andrade, al comentar ampliamente sobre los problemas de la minería marina afirma textualmente que “una de las razones que llevaron a mercenarios como Cristóbal Colón y los que le siguieron a buscar ‘perdidos’ territorios, fue la firme creencia en mitos que aseguraban la existencia de legendarias tierras… en donde fastuosas construcciones estaban hechas totalmente de oro y piedras preciosas”.
Cierto, porque bastaron esas elucubraciones para que, en su momento, el así llamado mundo occidental, comenzando por España, llevara a efecto una de las más devastadoras depredaciones, tanto de las sociedades, sistemas económicos, culturales, políticos y los ecosistemas que existían en lo que a partir de la así llamada conquista española se dio en denominar América o Nuevo Mundo.
Así, la creencia de que la gran Tenochtitlán nadaba en oro sólo porque los conquistadores fueron recibidos con pectorales, collares y todo tipo de joyería de ese metal, llevó a aquéllos a destruir tan magníficas culturas.
No sólo se destruyó la antigua sociedad de intercambio tan bien establecida y equilibrada, sino que se alteró gravemente el ecosistema existente, modificando radicalmente cultivos, sistemas hidráulicos, hidrológicos, y sistemas naturales de drenaje, además de la aniquilación de los importantísimos sistemas de intercambio, merced a los cuales los nativos establecían eficientes relaciones sociales de producción que les permitían obtener su diario existir.
Pero los occidentales los obligaron a mercantilizarse, a pagar tributos en oro, plata, perlas, jade… ¡y desde entonces esa codiciosa, civilizada, occidental costumbre de adorar y pelear por el oro, se impuso a nivel global!
Así, se abrieron las entrañas de la tierra, hiriéndola con tiros y túneles de minas para extraer el tan ansiado amarillo metal y no hubo poder humano, ni natural, que parara tan brutal rapiña por apoderarse y explotar cuanta nueva veta se localizara. Por ejemplo, en el naciente Estados Unidos, en varias ocasiones a los indígenas nativos se les desplazó de las tierras que se les iban dando por mera lástima cada vez que se descubría que estaban asentadas sobre auríferas zonas. Así, tener una nueva generación de hombres ricos se imponía sobre los intereses de un “puñado de indios muertos de hambre”, como era la típica forma en que los “blancos” se referían a aquellos pobres indígenas.
Tras casi cinco siglos de los avances de la “civilización”, la fiebre por el áureo metal aún no termina, y menos aun cuando se especula si puede sustituir al declinante dólar norteamericano u a otra moneda.
Por eso se ha ido a la mayor explotación del fondo marino por seres despojados de escrúpulos o consideraciones morales y mucho menos ecológicas, lo cual ha hecho posibles que, además del Mar Muerto, haya hoy muchos más, subrayo, que llegarán inexorablemente a esa triste denominación.
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