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Los actores juegan como niños (XII)

26 de octubre de 2013

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Un ser humano, cuando no entiende o no encuentra explicación, colocado frente a  lo creado -natura o arte- opta, en el mejor de los casos, por contemplar y aceptar, cuando no: decide irse por el atajo de la magia o la resistencia. Y esta última adquiere contornos que van desde la descalificación al desconcierto. Suerte que podemos echar mano a la paciencia, la discreción y la temperancia.
Recuerdo mi desconcierto cuando el director de La Extranjera anunció que Lucas Nápoles, narrador oral con experiencia en la escena, asumiría un personaje que Caya Makelé no incluía entre sus dramatis personae. Era un consejero, sombra del obcecado Balikul, protector y conservador de aquella existencia cuyo destino debía conocer, y hasta temer, pues se nos lo presentó como un ministro de lo oculto. No existían parlamentos o pautas para unas acciones físicas, tampoco antecedentes en la tragedia griega que inspiraba el texto, solamente nos quedaba esperar a que el maestro de escena fuera diseñando una danza a cuyos signos se resistía la imaginación más fértil. Habíamos oído que él estaría allí porque ciertas características físicas podrían ser explotadas desde el punto de vista visual, al menos esa parecía ser una explicación con cierta lógica. Hay que sumar el preciso, y precioso, diseño de vestuario que para el “desconocido” había concebido Arrocha, que lo hacía aparecer, al menos, estéticamente “bello”. Kouyaté había visto, antes que nadie, destinos y contornos. Tendríamos, una vez más, que esperar por él.
Lucas, que es un ser humano de risa generosa y trato fácil, pero disciplinado y trabajador, pronto dejó de ser una duda que nos acompañaba y se tornó un actor atento que reaccionaba hasta los más delicados y lejanos estímulos. Desde el inicio estuvo vivo.
Descubrimos el diseño de un personaje que se tornaba bifronte, una unidad pétrea y a la vez dúctil.  Kwalayé, guerrero servil y brazo ejecutor de las acciones de su jefe, encontraba en el “mago mudo” un complemento difícil de separar. Ambos, uno en lo telúrico y otro en lo estelar, hacían converger los caminos de su jefe; que más que un tiranuelo al uso, se trataba de un individuo, cuyas ansias de dominación, no se resolvían en el ejercicio de un poder visible y enmarcado. Balikul aspiraba al gobierno, también, de las fuerzas ocultas. Tenía necesidades “católicas”, él quería ser un caudillo global, pero para lograr ese objetivo le hacía falta algo más que un territorio; los quería todos, aspiraba dominar hasta el Todo.  Aplastar la rebelión encabezada por Yemayá, que a fin de cuentas era una diosa ancestral pero demasiado local,  le permitiría concentrarse en su aspiración de manipular a dioses de “categoría universal”. Sus metas eran más totalitarias que dictatoriales.
Los actores que encarnaban el dúo pronto intuyeron la ejecutoria y función de sus personajes; así que comenzaron por proponer una simetría en las acciones físicas que los llevó hasta una conclusión sorprendente: pidieron compartir los textos. Así fue como a Lucas Nápoles comenzó a escuchársele.
Pero aún no hemos llegado hasta el momento más importante: el instante en que el personaje adquirió nombre. ¡ Awalayé!
Estas explicaciones del texto espectacular dan una idea del proceso, pero es incompleta. Muchas veces hay quien aconseja, e incluso impone, disociar lo ético de lo estético al explicar los caminos y los hechos del arte. Y tienen razón. Esa es la vieja disputa entre Mozart y Salieri. Pero me siento en el deber de dar testimonio de un resultado excepcional usando un método poco ortodoxo. Lucas Nápoles no solo fue un actor atento que hizo su camino, sino que un compañero generoso que se mostró solidario y abierto. Jorge Enrique Caballero, su otra mitad en escena, no solo es un gran actor de condiciones y formación poco comunes, sino un ser humano noble, ajeno a toda exhibición, generoso, que participó del juego invisible de hacer juntos un personaje. Ellos se encargaron de abrir las puertas y derribar los muros para que aires propicios inundaran el espacio de creación y hasta el resultado mismo.
Aunque cada uno cumple una función, y tiene nombre, como vengo insistiendo, sería absurdo ver a Kwalayé y a Awalayé como dos personajes cuando solamente es uno. Esto lo puede entender bien la Cultura popular y sus depositarios, tan acostumbrados a ver aparecer, y hasta creer, en seres que se nos presentan bajo avatares distintos, incluso de edad, condiciones o sexos dispares, sin dejar de ser lo que son.
Lucas Nápoles nos permitió descubrir lecturas otras a la puesta de Hassane Kouyaté, así como disfrutar de la fiesta de su particular manera de ser y de estar vivo en todo tiempo y lugar. Aunque solo fuera para verlo hubiera valido la pena sufrir ese angustioso, y en ocasiones aburrido, papel de testigo que terminé siendo.

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