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De la CIA y otras excrecencias

24 de febrero de 2025

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Para aliarse al Partido Republicano, Robert Kennedy Junior pidió al entonces candidato presidencial Donald Trump que si salía electo, sacara a la luz los documentos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) sobre los asesinatos de su padre y su tío John Fitzgerald (JFK), además de que le diera un cargo sobre la atención a los seres estadounidenses desvalidos, y así ha sucedido.

Ahora que Trump ha solicitado la publicación de todos los documentos relativos a los asesinatos de JFK, su hermano Robert y Martin Luther King es posible que salgan a relucir las técnicas de lavado de cerebro, si bien referidas a los comunistas, porque la CIA no admitía que realizaba tales prácticas, achacándoselas al enemigo, como el patrocinio en 1962 de la película “El candidato de Manchuria” que narraba la historia de un soldado norteamericano capturado en Corea al que los chinos programan para cometer asesinatos en EE.UU.

Curiosamente, ese mismo año, Lee Harvey Oswald, el asesino conocido de JFK (a quien le dispararon por lo menos desde tres lugares diferentes), volvió de la Unión Soviética (URSS) tras una estancia en la que consta pasó por interrogatorios de la policía. Una de las hipótesis que han circulado fue que Oswald habría pasado por un brainwashing condicionante. Otra, la más acertada, sostenida por el fiscal Jim Garrison, fue que los asesinos eran elementos anticastristas y de la CIA.

Por lo demás, las actividades encubiertas de EE.UU. en absoluto han sido monopolio de la CIA. Hay al menos otros tres organismos de su gobierno que han recurrido a ellas: el Buró Federal de Investigaciones (FBI), la Agencia de Seguridad Nacional y la Agencia de Inteligencia de la Defensa, esta dependiente del Pentágono, lo mismo que los grupos de operaciones especiales o paramilitares.

Sería difícil precisar los ámbitos de acción de los organismos dependientes de Defensa, pues incluso la mayor parte de los congresistas los desconocen y, sin embargo, deben aprobar sus gastos de “programas clasificados” dentro del presupuesto general del Pentágono. Estas actividades militares encubiertas aumentaron tras el 11-S, cuando el Congreso aprobó casi por unanimidad (un sólo voto en contra) la Autorización para el uso de la fuerza militar, que pone en las manos exclusivas del presidente esa decisión. Desde entonces ha habido operaciones “clasificadas” en al menos 22 países, llegando su coste a 56 000 millones de dólares en el ejercicio del 2019, según la revista Wired (1 de febrero de 2018), un 3 % más que el año anterior. Y así siguió.

Es indudable la complementariedad y la coordinación funcional de estas operaciones militares con las de la CIA, como se evidenció por ejemplo en las actividades de la Escuela de las Américas, sita en Panamá desde 1946 a 1984, que se dedicó a entrenar a decenas de miles de militares y policías de Latinoamérica en técnicas de contrainsurgencia, interrogatorios, torturas, desapariciones y demás crímenes característicos de las dictaduras en esa zona, a las que la CIA siempre dio apoyos de todo tipo.

O la gestión de los vuelos de espionaje sobre el espacio aéreo soviético y otras zonas de su influencia. El derribo de un avión Lockheed U-2 por la fuerza antiaérea rusa en 1960 evidenció ese espionaje y puso en ridículo a Eisenhower, que había negado la existencia de tales vuelos. Allen Dulles presumía que con las imágenes captadas por los U-2 era capaz de “tener a la vista cada hoja de hierba de la URSS”.

Hoy, sin haber abandonado del todo este tipo de programas, las tareas de las agencias de inteligencia de la defensa se enfocan especialmente hacia los medios de información basados en señales de comunicación (SIGNINT), gestionando los sistemas globales de alerta y control mediante satélites y redes informáticas. También se ocupan de pinchar las comunicaciones por internet y telefónicas en el exterior, incluso de altos mandatarios de países amigos. Así, en el 2021 saltó el escándalo de la vigilancia telefónica de la Agencia de Seguridad Nacional a Ángela Merkel y a otros dirigentes de Francia, Alemania, Noruega y Suecia. Edward Snowden, antiguo colaborador de la CIA ya había denunciado en el 2013 los masivos planes de recogida de información de las grandes compañías de internet a todo tipo de personas, públicas o privadas.

Por su parte, el FBI se ha venido encargando desde los años veinte del s. XX de la vigilancia y seguridad en el interior, y fue pionero a la hora de espiar, controlar y neutralizar no solo el crimen organizado, sino todo tipo de disidencia ideológica o política, desde los sindicatos hasta los movimientos contrarios a la guerra de Vietnam, pasando por los Panteras Negras o el minúsculo Partido Comunista.

El gran organizador del FBI fue Edgar Hoover, que lo regentó durante casi medio siglo (1924-1972) y le dotó de medios tan característicos como los ficheros masivos de antecedentes (que incluían a congresistas y miembros del gobierno, y anotaban incluso sus costumbres sexuales), los pinchazos telefónicos, el escrutinio de la correspondencia privada, la infiltración en organizaciones o el uso de grupos de provocadores. Durante la Guerra Fría podría decirse que el FBI fue el brazo ejecutivo del macartismo, contribuyendo a alimentar el miedo contra la “amenaza roja” (red scare) a través de su control de agencias de prensa y periódicos (solo en Chicago llegó a tener 25 bajo su influencia).

La CIA en algún momento hizo competencia al FBI en las tareas de vigilancia interna: la comisión Church reveló que también la Agencia practicaba el espionaje de las comunicaciones privadas. Y sus actividades no se limitaron ni mucho menos al extranjero; sin ir más lejos, las que se comentan en los documentos que ahora presentan sobre control mental, uso de drogas y técnicas de interrogatorio se llevaron a cabo dentro del territorio de EE.UU, en locales de la CIA o de instituciones públicas (hospitales, universidades, prisiones) y sus sujetos pacientes eran -son- casi siempre ciudadanos norteamericanos a los que generalmente se manipula sin su conocimiento.

 

AHORA

Hoy día, la colaboración de las grandes plataformas digitales (X, Facebook, Google, etc.) con las instituciones estatales de seguridad y espionaje multiplica exponencialmente su capacidad de intrusión en la vida privada de las personas y de influencia sobre su mentalidad y comportamiento, haciendo casi realidad la distopía del “Gran Hermano”.

El acopio de ingentes “minas” de información sobre las personas y la distorsión mental producida por la difusión o la tolerancia de bulos y mensajes cargados emocionalmente son las dos grandes palancas de los “technoligarcas” para hacerse con el control de las sociedades. La entrada en el gobierno de Trump de algunos de ellos no hace sino aproximar esas lúgubres perspectivas.

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