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El “grito mágico de libertad”

9 de octubre de 2024

Fotos: Néstor Martí 

 

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El “primer día de la independencia” fue el despertar de un pueblo al redoble de las campanas del ingenio de Carlos Manuel de Céspedes. Era la herejía de la violencia que martillaba el pedestal sacrosanto de las propiedades y el señorío. Levantarse en armas, y junto con él sus esclavos, era dejar atrás su historia, no así un pensamiento que maduraría con la lucha armada para quien quiso despertar a un pueblo dormido y ponerlo en la senda con presteza de la virtud, de la ciencia y la riqueza. Eran los ideales de modernidad a los que aspiraba el representante de un grupo de terrateniente orientales desplazado históricamente de los privilegios que disfrutaban los hacendados del occidente, solo que, a diferencia de la mayoría de aquellos, para el ilustre bayamés el progreso posible ya no cabía dentro de la estrecha y oprobiosa armazón colonial.

He aquí las claves que llevarían a la ruptura ideológica de Céspedes, y con ella a la creación, en palabras de la poetisa Fina García Marruz de “una familia más misteriosa y definitiva que la de la sangre”. Una familia, igualada en el sacrificio, no en los bufetes de los encumbrados abogados ni en la filarmónica de los inquietos jóvenes liberales, tampoco en los opulentos salones del oriente colmados del refinamiento y confort decimonónicos. Entiéndase con esta oblación, la renuncia a bienes y derechos considerados hasta entonces inalienables, incluyendo el siempre espinoso tema de la esclavitud. Fue ese radicalismo el sostén de las palabras de Céspedes dirigidas al presidente de la Junta Revolucionaria de La Habana, a mediados de 1871, cuando le increpaba: “Querer es poder, sobre todo para los pueblos viriles. Resuélvanse los ricos a sacrificar sus fortunas, los acomodados a renunciar al bienestar, los negros a conquistar su libertad natural, todos a exponer sus vidas, si preciso es, como culto debido a la Patria”.

 

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Incorporar la muerte como posibilidad ante vivir en la injusticia he ahí el otro de los desafíos; la muerte por la patria como acto trascendental, consagrado en el campo simbólico con “La Bayamesa”, pieza del insigne patriota Perucho Figueredo, entonada en la ciudad capitulada de Bayamo, a escasos días del levantamiento en Demajagua. Justo en aquel ingenio se asomaba el “fuego subterráneo” al que se refería el maestro José de la Luz y Caballero poco antes de morir; el fuego que abrigaba en sus entrañas las fuerzas latentes; la fuerza de una cultura en proceso de integración de sectores y capas de una sociedad altamente estratificada; ya no en los escenarios de la plantación, al compás del látigo, entre barracones y cepos, sino en Cuba Libre, allí donde se fraguaba en esta “tierra de luz y hermosura” la epopeya contra los “horrores del mundo moral”.

El tiempo debía pasar para que pudieran las campanas de su ingenio anunciar el primer día de la libertad y la independencia de Cuba. Allí, en el cuartón de Punta Piedra, en el partido de Yaribacoa, en el camino real que iba de Manzanillo a Campechuela, el iniciador de la gesta se levantaba sobre los siglos de coloniajes para dedicarse desde entonces a la afanosa tarea de fundar una nación y un pueblo libres: “Y tras unos instantes de silencio en que los héroes bajaron la cabeza para ocultar sus lágrimas solemnes, aquel pleitista, aquel amo de los hombres, aquel negociante revoltoso, se levantó como por increíble claridad transfigurado. Y no fue más grande cuando proclamó su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos y los llamó a sus brazos como hermanos”, así dibujó José Martí los acontecimientos en aquellos minutos inmortalizados para la eternidad patria.

 

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¿Qué significó el 10 de octubre de 1868? La Demajagua fue más que un instante de convergencia de centenares de hombres en la finca del abogado bayamés, prestos a tomar las armas contra la metrópoli hispana. Tampoco se circunscribió a la profesión de fe del hacendado que antes de asirse al caballo de batalla, enarboló el pabellón de la patria libre soñada, y procedió al acto mayor de justicia: a liberar a sus esclavos y convidarlos a la muerte o a la vida de una nación y un pueblo por fundar. El mismo pueblo que el fuego y el machete redentor contribuyeron a forjar, ya no podría olvidar aquel acto sublime de consagración y entrega.

Dejar al hombre de Demajagua a su suerte en los primeros días del alzamiento hubiera sido fatal para la revolución naciente, por más que contara con sus más cercanos colaboradores de la Logia Buena Fe, parte del núcleo conspirador masónico, entre ellos su hermano Francisco Javier, además de Bartolomé Masó y Manuel de Jesús Calvar. Imposible olvidar entonces la grandeza de aquellos fundadores del Comité Revolucionario de Bayamo, entre los que se encontraban Francisco Vicente Aguilera, Pedro Figueredo, Perucho, y Francisco Maceo Osorio, bayameses ilustres que colocaron el ideal, que ellos mismos alentaron y articularon en sus estructuras conspirativas, por encima de cualquier resquemor personal. Atrás quedaban las acaloradas jornadas de San Miguel de El Rompe y la finca Muñoz. El levantamiento era un hecho y otras jurisdicciones del oriente, lideradas por sus propios patricios, secundaron de inmediato el levantamiento. Del mismo modo que en los meses siguientes lo harían Camagüey y Las Villas, en una isla que, de punta a punta, en diferentes centros conspirativos, incluidos los de la compleja Habana, se produjeron pronunciamientos e intentos de levantamientos armados.

 

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El “grito mágico de libertad”, como denominara Carlos Manuel de Céspedes a aquella mañana del 10 de octubre, encerraba, por los principios que le animaban, el sustento ético de la revolución. Lejos estaba de ser un acto de rebeldía, sedición o motín, términos empleados por las autoridades coloniales para reducir o encubrir el verdadero alcance del movimiento revolucionario de carácter abiertamente independentista y abolicionista. Ambos objetivos, sustanciales a la proyección personal de Céspedes desde el mismo 10 de octubre de 1868, fueron refrendados en lo programático con el decreto del 27 de diciembre del propio año, en el que Céspedes proclamara con hidalguía: “Cuba libre es incompatible con Cuba esclavista”.

Para alcanzar tales propósitos, organiza un ejército de soldadesca y oficialidad bisoña. Yara, el fracaso, no lo amilana; recuerda a cada paso a quienes lo precedieron en el sueño americano de independencia. Y surca los senderos con ímpetu de fundador en medio de las penurias, tanto como de las incomprensiones y crueldades humanas. En inmejorable imagen el historiador Eusebio Leal Spengler -a quien recordamos cada año, en cada una de estas jornadas patrias- nos dibujaba la extraordinaria valía de Céspedes, “la piedra angular”, decía, la figura esencial en esta historia; es como esa piedra que se coloca en el centro del arco y que determina su fuerza. Él es el principio”.

 

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El acierto de Leal es indudable: fue el principio. Imposible entender la lógica de las luchas sociales y las revoluciones del siglo XX en Cuba, incluida, desde luego, la protagonizada por la Generación del Centenario, concibiéndolas como hechos aislados desperdigadas de un proceso troncal, cuyas coordenadas remiten irremisiblemente al inicio de la Guerra de los Diez Años o Guerra Grande. Punto de partida, marcado en nuestro imaginario por el tañer de la campana de un ingenio, como si aquel sonido que convocaba hasta entonces a las faenas del campo, irradiara de repente con su nueva simbología hacia todos los siglos. Y así fue. El 10 de octubre de 1868, Céspedes encendió la llama, y “a través del fragor de los combates”, como expresara el poeta cubano Cintio Vitier, “la patria se hizo visible para todos”.

 

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Dr. Yoel Cordoví Núñez

Presidente del Instituto de Historia de Cuba

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