Recuerdos gratos de mi gastronomía adolescente
22 de septiembre de 2023
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En la antigua provincia cubana de Oriente, municipio de Gibara, se encontraban las instalaciones de un central azucarero que venía de un trecho iniciado en el siglo XIX. Vi la luz a unos escasos cien metros de aquella mole. El olor particular de la fábrica de azúcar, mezcla donde predominaba el guarapo de la caña, los olores fabriles del vapor de las calderas, los enfriaderos que elevaban al aire las finos chorros de agua, la grasa de las maquinarias o la combustión del carbón que generaba el calor para el desplazamiento de las locomotoras que en una atípica vía estrecha transportaban la caña desde lugares lejanos en un enjambre de rieles y traviesas; se convirtió en uno de los recuerdos más indelebles.
Nacer en aquel lugar, a la vista de la primigenia bahía de Bariay, relacionarme a profundidad temprana e inadvertidamente con los predios que anduvieron los primerísimos hombres del Viejo Mundo en busca del reino intocado del Gran Khan, aquellos que en ese objetivo se toparon inesperadamente con el desconocido y sorprendente espectáculo de ver a hombres echando humo. Si además de ello, pasar la época de adolescencia viviendo a metros de la base de la notoria Loma de la Cruz en Holguín, creó mi propia visión de lo real maravilloso de nuestro entorno.
Hecha esta inevitable introducción, repensaré en parte mis golosinas gastronómicas de aquellos tiempos. Ineludiblemente me vienen a la mente las empanadillas sin igual que preparaba Tía Rosa cuando nos visitaba. Su entrada tenía un objetivo a nuestros ojos: preparar aquellas crujientes e inigualables empanadillas que surgían de sus manos en cantidades casi industriales para satisfacer a la nutrida prole que constituía nuestra familia. El recuerdo de mi abuela Carmen, que en medio del campo cercano a la elevación conocida como la Silla de Gibara (nombre dado por Cristóbal Colón, avalado por ECURED), mujer de carácter, melosa con los nietos, quien nos preparaba una espesa y rubia melcocha, la cual, caliente aún la torcía y retorcía partiendo trozos que literalmente cazábamos mis primos y nosotros. En ese recuerdo infinito, no podrá faltar la natilla sin igual de mi madre, preparada con leche fresca, decena de yemas de huevo, maicena, azúcar blanca y vainilla de la buena, para obtener un producto de amarillo brillante, espesa, y rematada con un penacho de merengue trabado que ayudábamos a batir con un tenedor. Exquisiteces, las cosas simples de la cocina cubana, como diría José Lezama Lima.
Mantengo también un recuerdo especial para un vendedor ambulante de caramelos. Aquel personaje surcaba temerariamente los grupos de paseantes del parque Calixto García, casi corriendo, cargando un pesado artefacto parecido a las farolas de carnaval a manera de palo con un entramado donde colocaba cientos de pirulís de diferentes colores que ofertaba cómicamente cuando alguien lo convocaba para comprarlos. Recientemente, de un artículo del periodista Aroldo García Fombellida confeccionado para Radio Rebelde en 2010, extraigo algunos datos. “Pero si simplemente se dice…”El Rápido de los caramelos”, no hace falta nada más, y se tendrá delante la imagen de este querido coterráneo, conocido, y siempre agradablemente recordado, por varias generaciones de los nacidos entre los ríos Jigüe y Marañón. Su arraigo se sustenta en dos vertientes básicas. La calidad de sus caramelos y la forma peculiar de proponer su venta, apareciendo siempre, más veloz que el sonido mismo, en los corredores, en los parques, en los barrios, en fin, hasta en los más inimaginables sitios, solo antecedido por el sonido, familiar y esperado, de su inseparable campanita metálica. Francisco aprendió con su padre, español de nacimiento, el humilde oficio del caramelero…”
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