Conservas alimenticias
23 de junio de 2023
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Mientras no apareció el uso de la energía eléctrica, la conservación de alimentos perecederos se hacía por los métodos de salazón, ahumado o inmersión en una sustancia protectora (aceite, vino o vinagre).
Necesidades logísticas del ejército napoleónico francés a finales del siglo XVIII, propiciaron un concurso para buscar una solución que facilitara la preservación más larga de los alimentos que se descomponían con rapidez. El remedio lo brindó un pastelero francés llamado Nicolás Appert, quien sugirió la primera modalidad industrial de conservación de alimentos –cocidos previamente- en envases de vidrio. Los envases de vidrio habían abierto la puerta a la solución del problema, pero eran muy frágiles, sobre todo si se tiene en cuenta las condiciones de campaña en que debían de operar.
De manera lenta se fueron introduciendo mejoras en el proceso haciéndolo más práctico y eficaz. Así, por ejemplo, surgió la inventiva de utilizar también los envases de metal, técnica conocida como canning en alusión a la palabra inglesa canister (lata).
Poco o nada se sabía sobre la higiene y los procesos que se daban en aquellas precarias circunstancias. No faltaron los accidentes y envenenamientos producidos por la descomposición de los alimentos, aun en envases herméticamente cerrados. No fue hasta 1860 que el científico francés Louis Pasteur dio una explicación racional a todo aquel proceso y con ello abrió la posibilidad de dirigir con seguridad sanitaria las intenciones de la industria.
Tempranamente, la nueva tecnología se instaló en los Estados Unidos utilizando botes de hierro fundido estañado. Evidentemente, el proceso no pasaba de ser una faena artesanal donde cada envase era tratado con soldaduras de estaño-plomo para cerrarlo tanto por la tapa como por el fondo.
A mediados del siglo XIX en Cuba ya se conocía el envasado de productos en recipientes de vidrio y hojalata. Es probable que por esa época alguna importación enlatada, limitada y puntualmente se produjera desde los Estados Unidos. Desde España también se nos proveía con algunos productos de esta naturaleza. Esto último lo corrobora un hecho fortuito cuando se localizaron arqueológicamente algunas latas de esta procedencia en una antigua residencia colonial. Lo sucedido tuvo lugar durante investigaciones realizadas en una edificación de la Habana Vieja. Las condiciones anaeróbicas del lugar posibilitaron que incluso se conservara la etiqueta que identificaba que en ella se había envasado sardina en aceite. Escritos de la prensa habanera fechados en 1849, manifiestan como una novedad la oferta de frutas en conserva procedentes de Francia y España, que se podían adquirir en la Dominica y la Meridiana.
Pero es indudable que hasta los finales del siglo XIX, el mercado de la industria conservera en nuestro país se movió en una escala relativamente reducida. La avalancha, la tendencia que marcó la influencia no vino hasta ese momento. Es precisamente a partir de las intervenciones norteamericanas de principios del siglo XX que comienza lentamente a ampliarse la importación de todo tipo de productos, con mayor auge en los años veinte, a partir de una floreciente industria alimentaria conservera y manufacturera en aquel país, con productos en una amplia gama que incluía sopas, cremas, pastas de vegetales, frutas, refrescos gaseados, avenas, leches especiales, productos de chocolate, compotas para bebés… y muchos otros. Las marcas de productos alimenticios envasados –tanto en envases metálicos como de otro material- se hicieron parte de la vida cotidiana.
Definitivamente, las Colas y otros gaseados habían sustituido la limonada y la agualoja de antaño. La gelatina Jello era más chic que la natural de gallina que conocíamos de la época de la colonia y consumir manzanas, peras y melocotones Libby’s enlatados, se establecía como moda infaltable ante las piñas, mangos o anones naturales.
Concluyentemente la puerta grande del consumo de productos en conservas se abrió desde el norte. Y cuando esa puerta se cerró abruptamente en los primeros años de los sesenta, se abrieron otras geográficamente más lejanas y se nos hizo una situación común convivir con la “carne rusa” enlatada, las frutas y encurtidos búlgaros, y hasta mamoncillos vietnamitas que fugazmente hicieron presencia.
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