La obra es resurrección creativa tras la pandemia. Ese impasse sedimentó «el imaginario coreográfico» de bailarinas y maitres formadas en Lizt Alfonso Dance Cuba. Sobre el tabloncillo resuenan pasos, taconeos, fuertes pisadas de botas en puntas. Trajes de obreros de la construcción, castañuelas y cascos, nos remiten a la vida de quienes persisten y fundan, sueñan y edifican. Se respira un ambiente callejero, de resistencias y esperanzas. Los colores, los sonidos, nos hacen sentir frente al espejo, contemplando nuestras marcas de tiempo y la tenacidad de Cuba.
La danza, como todas las artes —confiesa Lizt en un aparte del ensayo—, tiene un poder transformador que a veces no podemos calcular en toda su dimensión. El pintor trabaja con su cuadro, solo él, en la soledad del artista. En el caso de los bailarines, necesitan depender de sí mismos por el entrenamiento y la preparación individual, pero el trabajo en equipo determina. Necesitan de sus compañeros de baile, de diseñadores, de maestros que les rectifiquen y les den clases todos los días.
—¿Por qué te enamoraste del magisterio si podrías dedicarte por entero a la creación de un espectáculo?
—Es un compromiso que me enseñó mi abuela en casa. Ella era profesora de español y de literatura. Y me habló de la prédica martiana de que todo hombre tiene derecho a que se le eduque y después en pago contribuir a la educación de los demás. Estamos en el deber de pasar ese conocimiento a todo el que viene detrás y, a su vez, aprender de ellos.
«La enseñanza la asumimos no solo en Cuba. En todos los sitios del mundo que visita la compañía, realizamos talleres e impartimos clases. Desde una secundaria en Estados Unidos hasta una escuela de danza profesional en Italia o Canadá. Cuando estuvimos en Sudáfrica en un barrio pobre de Johannesburgo, fuimos a una escuela y aquella jornada se convirtió en una gran fiesta de la esperanza para todos esos niños».
—¿Cuáles son las características que identifican desde el punto de vista metodológico y técnico a la escuela de la compañía?