Silvana Garriga, Boloña y la voluntad de hacer libros hermosos
11 de noviembre de 2021
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Ediciones Boloña celebra su aniversario 25 de creada y es imposible hablar de su historia sin recordar a una mujer sabia y dedicada que contribuyó a conformar un catálogo de excelencia y encausar la labor editorial de la Oficina del Historiador.
Silvana Garriga, Premio Nacional de Edición, es imprescindible para evocar la génesis y el decursar de esta casa editora que se propuso sacar a la luz investigaciones fundamentales para la historiografía cubana.
¿Cuándo y cómo llegas a Boloña, cuáles son los recuerdos que atesoras de esos años en que la editorial comienza a desarrollar un perfil específico dentro del panorama editorial cubano?
Yo llegué a Boloña a mediados de 2001. Había trabajado 21 años en la Editorial Letras Cubanas, y ya en ese momento yo estaba necesitada de cambiar, por razones en las que no hay por qué extenderse, la Letras Cubanas que conocí no era la misma, y tenía deseos de cambiar.
En medio de todo eso, debatiéndome a dónde ir, había tenido algunas propuestas que estaba valorando, y llegó una noche Pedro Juan Rodríguez a mi casa a preguntarme si me quería ir a trabajar con él en Boloña. Realmente yo no lo pensé, él me dijo: “Cuando venga Padrón ―mi esposo estaba en México―, consúltalo con él y me dices”, y yo le dije: “No, no… yo no voy a consultarlo con nadie, yo me voy a trabajar contigo, me voy para la Oficina del Historiador, que es un lugar que me gusta, y me parece que puedo ser útil”. Cuando Padrón llegó de viaje, ya yo estaba trabajando en Boloña porque todo realmente fue muy rápido, sin trabas burocráticas.
Cuando empecé en Boloña, estábamos Pedro Juan Rodríguez, Magaly Bernia, la inolvidable Maga Metralleta, la mejor mecanógrafa con la que he trabajado en mi vida. Boloña éramos esas tres personas. Pedro Juan me presentaba como la redactora jefa de Boloña y yo decía: “Bueno, jefa de mí misma porque no tengo más subordinados”. Era un equipo pequeño, en el que entraba y salía Carlos Alberto Masvidal, excelente diseñador y excelente persona, que era el que diseñaba los pocos libros que se hacían en ese momento.
Empezar a trabajar allí también fue proponernos ―con un editor fijo que era yo―, iniciar una labor de conformar y de diseñar un catálogo para Boloña, que tenía libros aislados, libros sueltos, pero no tenía un plan editorial; y con Pedro Juan ―quien había dirigido la Editora Política, la Editorial José Martí, Letras Cubanas, y tenía un conocimiento del mundo editorial y un control de cómo se hacen las cosas, un conocimiento en las imprentas― empezamos a buscar autores y a conformar un plan editorial.
Yo pude rescatar algunos libros que había trabajado o que conocía que estaban en Letras Cubanas durmiendo el sueño de los justos, como el libro Cuba colonial, música, compositores e intérpretes (1570-1902) y el de La memoria en las piedras, de Zoila Lapique. Hablando con la autora los trajimos para Boloña y así empezamos a conformar un plan editorial que fuera más allá de los libros de Eusebio Leal, que era también una de las fuentes fundamentales de trabajo de Boloña, pero queríamos que Boloña también fuera otra cosa más allá de los libros de Leal.
¿Cómo era la dinámica de trabajo y cuánto se diferenciaba de lo que habías hecho anteriormente?
Entrar a trabajar en Boloña fue abrirme a un universo nuevo. Yo estaba acostumbrada a trabajar libros, ese era mi trabajo en Letras Cubanas. Allí atendía los libros de música y de danza, fundamentalmente; algún día una novela ―una de Orlando Quiroga y otra de Martha Rojas―; algún día un poemario; pero el grueso eran los libros sobre música y danza.
Cuando llegué a Boloña había un universo que contemplaba no solo libros de temáticas nuevas como los libros de historia, que era un tema que había leído, que me gustaba, pero que editorialmente era nuevo para mí y, además, entré en un mundo de catálogos, programas de manos, textos para las museografías, pies de exponentes, que eran cosas totalmente nuevas; el mundo fascinante de la arqueología, en el que me guió mi amigo Antonio Quevedo y también Roger Arrázcaeta, director del Gabinete de Arqueología. Con ellos aprendí muchísimo, había veces en que me daba hasta pena preguntar: “¿y esto qué cosa es?”, pero bueno, ellos asumieron mi ignorancia en temas de arqueología con naturalidad y me ayudaron mucho.
Venían los programas de mano de la Basílica de San Francisco, del Anfiteatro de La Habana, y esa fue una de las grandes suertes de trabajar en Boloña porque conocí a Alfonso Menéndez ―actualmente es como si fuera mi hermano―, y él me fue metiendo, poco a poco, en ese mundo, y ya no era revisarle solo los textos para el programa de mano, sino comenzar a revisar los textos para las adaptaciones de las canciones; hasta que un día me vi con la música puesta y yo cantando y midiendo, y espérate, que esto no, y le sobra una silaba y le falta otra…, y yo decía bueno, ¿cómo vine a dar a esto tan raro? Pero lo aprendí a hacer y lo disfruté mucho, y gané un gran amigo para el resto de mi vida.
La dinámica fue diferente, salir de mi zona de confort de hacer solamente libros para trabajar otros materiales. Yo había trabajado siempre ensayos ―el ensayo es extensivo, es ir agregando sobre una idea, ampliando sobre una idea― y en aquellos paneles para museos lo que había que hacer era dejar la idea en el meollo, en el cogollito, y eso lo aprendí a hacer con Raida Mara Suárez, que se sentaba y me decía: “Esto sobra, aquello quítalo”, y de pronto te lo despalillaba, y lo que tenía tres cuartillas lo dejaba en un párrafo. Eso fue un aprendizaje que me ha servido después para mucho.
Fue realmente un mundo fascinante en un clima de trabajo muy bueno, había un equipo muy bueno, muy buenos compañeros; podía haber una discusión en algún momento, pero la gente se llevaba bien y se quería y fue muy agradable trabajar allí.
¿Recuerdas cuál fue tu primer libro en Boloña?
El primer libro que yo trabajé para Boloña fue contratada y se llamaba Cuentos de La Habana, de Estrella Fresnillo, una periodista. El primer libro que hice oficialmente para Boloña fue el Álbum de bodas de Carmen Zayas Bazán y José Martí, que me dio la oportunidad de trabajar, por primera y única vez en mi vida, con Cintio Vitier.
Trabajar con Cintio fue un aprendizaje extraordinario porque tenía un ojo de águila para darse cuenta de cosas en el texto. Para transcribir aquellos textos caligrafiados del siglo XIX tenía una enorme facilidad, él enseguida se daba cuenta de la palabra, era muy hábil para ese tipo de cosas, y me hizo muchos cuentos y comentamos de Lezama editor. Fue muy bueno conocer a Cintio en esa faceta editorial; no solo del gran intelectual que fue, sino un gran editor también. Ese fue el primer libro que oficialmente hice en Boloña.
Boloña fue creciendo y conformándose, como todo en la Oficina del Historiador, a partir del trabajo cotidiano, ¿cómo fue ese proceso en el que fuiste un pilar fundamental?
Creo que eso fue a base de trabajar mucho, de hacer muchos libros, de entusiasmar a los autores, porque el autor te trae su libro cuando tiene el antecedente de otro libro que le gustó. Él dice: “¡Qué lindo ese libro, déjame ir allí a ver si tengo suerte!” Y haciendo libros se logra crear ese clima.
Por supuesto, la editorial creció porque yo sola no podía con el volumen de libros que se estaban gestando y que se estaban trayendo y que se estaban presentando, que implicaban no solo un trabajo de edición, sino de evaluación para ver si esos libros que nos traían tenían valor para ingresar en el plan editorial; y entró Vitalina Alfonso, una editora de mucha experiencia, y después Marieta Suárez, otra editora muy experimentada.
Tuvimos algunos insertados, jóvenes que se graduaron y fueron a hacer el Servicio Social, pero aquello no fructificó. Boloña fue más bien un puente para irse hacia el extranjero y ninguno se quedó con nosotros.
Ahora sé, no estoy allí, pero sé que han entrado excelentes editoras de mucha experiencia y creo que se ha vuelto a reconfigurar y a solidificar el equipo de Boloña que fue un equipo sólido, después se debilitó durante un tiempo y ahora parece ser que está volviendo a ser lo que fue en cuanto a profesionalidad y seriedad en el trabajo.
Elaboraste por muchos años el plan editorial que era aprobado por Pedro Juan, Raida Mara y Eusebio, ¿qué libros consideras medulares en el catálogo de Boloña, esos que sentaron pauta y son un aporte esencial a la historia y a la cultura cubana?
Son muchos los libros de Boloña que merecen mencionarse. Voy a empezar por los que no edité yo, porque como me gustan todos los que edité me va a costar mucho trabajo seleccionar, pero yo pienso que, dentro de los que yo no edité, está el primer tomo de Para no olvidar, que es el libro que recoge la enorme labor en materia de restauración de bienes inmuebles que ha hecho la Oficina del Historiador. Ese primer tomo tuvo como editores a Raida Mara Suárez y a Pedro Juan Rodríguez. Los libros segundo y tercero los hice yo, y el cuarto lo hizo Mario Cremata. Todos son de la autoría de Eusebio Leal. Yo creo que ese es una especie de libro insignia de la Oficina del Historiador porque ahí está recogido de manera incontestable ―porque está cómo era la edificación antes y cómo era después― el trabajo de la Oficina en ese aspecto.
Yo pienso que otro libro fundamental es Carlos Manuel de Céspedes. El diario perdido, con prólogo y anotaciones de Eusebio Leal, que fue editado por Diana Barreras y Raida Mara Suárez. Están los cuatro tomos del Epistolario de Emilio Roig de Leuchsenring, una compilación que hicieron Nancy Alonso y Grisel Terrón, y que fue editado por Vitalina Alfonso. Fue editado también por Vitalina, Los ilustres apellidos: negros en La Habana colonial, de María del Carmen Barcia, otro de los grandes libros que logró publicar Boloña. El Palacio de Aldama, que fue editado por Olga Montalván, ya fallecida, que era editora de Ciencias Sociales ― era una de las colaboradoras de Boloña, igual que Norma Suárez―; y editado por Ada Rosa Le Riverend, Los silencios quebrados de San Lorenzo, de Rafael Acosta de Arriba, que es uno de los ensayos cespedianos esenciales en la bibliografía histórica. Yo creo que esos son libros pilares del trabajo de Boloña.
Entre los que edité yo, me gustaría recordar, por supuesto, los libros de Zoila Lapique, a quien quiero muchísimo: Cuba colonial, música, compositores e intérpretes y La memoria en las piedras, que es una historia del grabado en Cuba. Historia de la Iglesia Católica en Cuba, primer tomo, de Eduardo Torres Cuevas y Edelberto Leiva. Edité dos libros de historia que me gustaron mucho, que me dieron el placer de trabajar con uno de mis mejores amigos, a quien quiero como a un hijo, siempre he dicho que es mi hijo mayor, Ernesto Limia Díaz, que son Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural y Cuba libre: la utopía secuestrada. La Habana, puerto y ciudad, una bibliografía en el tiempo, de Xiomara Sánchez, recoge todo lo que se habló de La Habana antes del siglo xx, y es una ficha de cada uno de los libros con un resumen de los contenidos, los índices de ilustraciones, un libro utilísimo para todo el que quiera escribir sobre La Habana, y fue muy trabajoso, complejo, pero que valió la pena. La Habana desaparecida, de Bedoya, otro libro que también fue trabajoso, complicado de hacer, pero que todavía yo a veces me pongo a hojearlo y lo disfruto, porque Bedoya te descubre lo que ya no está; sobre la base de planos y descripciones que estudió en los archivos reconstruye mediante dibujos una Habana que se perdió, que ya no existe, y eso tiene un valor extraordinario, y dibujos de una calidad y belleza excepcional.
Recuerdo y tuve el privilegio de vivir la relación ética y respetuosa que estableces con los autores, ¿qué me puedes decir de la selección de autores de Boloña, fue intencionada, qué mediaba en ella?
Yo creo que sí, que intencionada era, y siempre nos propusimos tratar de tener un catálogo que fuera equilibrado, que hubiera autores ya reconocidos, como quieren tener todas las editoriales, las grandes plumas que prestigian a la editorial, pero también queríamos darle la oportunidad de hacer libros bellos a jóvenes que estaban empezando su carrera. Por eso podíamos tener a María del Carmen Barcia y a Edelberto Leiva, que con el libro La orden Dominica en La Habana, convento y sociedad (1578-1842), editado por Marieta Suárez, obtuvo el Premio de la Crítica, y era su primer libro como autor solo, porque estaba a dúo con Torres Cuevas en la Historia de la Iglesia Católica, pero con este libro obtuvo el Premio de la Crítica y era un autor que estaba empezando y nos dio mucha alegría que esto sucediera.
Igual nos sucedió con Rigoberto Menéndez, el director de la Casa de los Árabes, con su libro Componentes árabes en la cultura cubana; Tania Chappi con Demonios en La Habana. Episodios de la Inquisición en Cuba; o sea, teníamos un grupo de autores que estaban empezando, pero en los que veíamos calidad, no era joven por joven, ni desconocido por desconocido. Eran personas jóvenes, poco conocidas, que tenían una obra de valor y que a nosotros nos parecía bueno auparlas y propiciar que se conocieran. Esa fue la premisa: la calidad.
Queríamos publicar buenos libros y no queríamos convertirnos en una editorial de consagrados, sino en una editorial que abriera el espectro, que inclusive pudiéramos ir modificando géneros, ir introduciendo géneros, empezamos solo con ensayo y después publicamos novela. Nos atrevimos con un poemario de Eliseo Diego, y después con uno de Roberto Fernández Retamar, Cinco poemas griegos. Queríamos abrir el diapasón lo más posible, pero que siempre fuera con la premisa de la calidad y de hacer libros lo más hermosos que nosotros fuéramos capaces de hacer o tuviéramos la posibilidad económica de hacer.
Editaste libros de Eusebio Leal como Fiñes, Para no olvidar, ¿qué recuerdos tienes de estas experiencias, hay alguna anécdota que quieras compartir?
Yo siempre iba aterrorizada a las reuniones con Eusebio, a pesar de que yo no era una persona muy joven ya, pero siempre me daba mucho temor ese encuentro con él, quizás por la timidez que yo siempre he tenido, pero eran muy tensas. Me ayudaba que muchas de esas reuniones eran con Masvidal, que es tan irreverente que se podía reunir con Eusebio o con el secretario general de la ONU y ser el mismo, y hacer un chiste y burlarse de él si se tiene que burlar.
Iba siempre con esa tensión, pero siempre me gustó el rigor de Leal al trabajar, el sentido de darse cuenta de todos los detalles, de fijarse en minucias en que uno no se fija. En Para no olvidar, por ejemplo, él miraba una foto y decía: “La foto está bien, pero ese árbol ya creció, cuando tiraron la foto ese árbol estaba chiquitico, pero ¡qué va! ese árbol ya creció, está frondoso”, y había que ir y volver a hacer la foto; o: “Esa mesa no está bien puesta en ese restaurante”, porque el fotógrafo fue y le montaron rápido la mesa. Entonces uno iba y revisaba todos los detalles porque él se fijaba en esas cosas que uno ni miraba, porque lo que mirábamos era que coincidiera el antes con el después, y él de pronto se fijaba en esos detalles que nos obligaban a exigirnos, y eso fue muy bueno.
A veces le jugábamos cabeza. Me pedías una anécdota, y yo recuerdo la del mural del Liceo Artístico y Literario. Teníamos el mural, que a mí me gusta mucho porque están todas esas grandes personalidades, algunas que se sabe que no coincidieron nunca, pero no importa, está bien hecho. Teníamos el después y tratamos de que no se diera cuenta y soltamos el mural en una doble página, y él dijo: “No, no, esto no tiene antes, aquí hay que comprobarlo todo para que no digan que estamos inflando globos, y si no hay antes, no va. Silvana, aunque a Ud. le guste mucho el mural, no va”.
Y cuando salimos Masvidal me dijo: “Despreocúpate que tu mural va a ir…”, y apareció la foto. Cuando yo la veo le digo: “¿y de dónde tu sacaste el antes?” Y me dice: “¡Olvídate de eso, ese es cualquier muro!…”
Se lo llevamos a Leal y nos dijo: “¡Consiguieron el muro!” A cada rato lo miraba como no muy convencido, pero bueno la dejó pasar y pudimos sacar el mural.
Realmente fue un trabajo aleccionador y muchas veces emocionante porque Leal era una figura, una personalidad, una persona con un verbo de esos que te convencía, y que usaba el mismo lenguaje hermoso para hablar con un subordinado en su oficina, para hablar de un problema de trabajo, que para hacer un discurso. Quizás con el subordinado decía alguna “mala palabrita” de vez en cuando; en público era incapaz de hacerlo, pero la belleza del lenguaje era siempre la misma.
Sacaste a la luz investigaciones que como bien has dicho dormían el sueño de los justos, que llevaban muchos años empolvadas, ¿quedó algo por publicar o por editar?
Siempre digo que a mí se me quedaron muchísimas cosas por hacer, y todavía a veces veo libros y me entra eso de “si hubiera estado ahí lo hubiera hecho yo, o que lástima que no me tocó, o si yo lo hubiera hecho lo hubiera hecho de tal forma”. Siempre se te quedan cosas, y siempre te da una sana envidia de otros colegas que han tenido la posibilidad de hacer un libro que hubieses querido hacer o que te gusta mucho.
Lamento haber dejado esbozada una colección de clásicos de la literatura cubana que habíamos coordinado con Nuria Gregori en el Instituto de Literatura y Lingüística. Se trataba de hacer una serie de publicaciones de libros del siglo XIX con un estudio y con anotaciones de un grupo de investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística, y habíamos alcanzado una lista extensísima porque era un sueño reeditar esos libros o publicaciones, pero en un entorno crítico que resaltara su valor, o que descubriera determinados aspectos de su escritura para los lectores contemporáneos.
De cierta forma, la edición que hicimos de Espejo de Paciencia, de Silvestre de Balboa, con prólogo y anotaciones de Enrique Sainz, cubre una parte de esto que nosotros queríamos, igual que la edición crítica de Cecilia Valdés, que no he visto, pero que me parece que es un trabajo muy bueno de Cira Romero y Reynaldo González. En ese estilo queríamos hacer una colección con clásicos, con obras de altísimo valor, quizás no con el rigor de una edición crítica en puridad, pero si con notas y comentarios de especialistas de Literatura y Lingüística. No sé si caminó, o no caminó. No he oído decir que haya salido ningún libro de esos. Ese es un proyecto que me hubiese gustado mucho poder continuar.
¿Qué crees aportó Boloña al universo editorial cubano?
Boloña le aportó muy buenos libros al universo editorial cubano y una voluntad de hacer libros hermosos, de sobreponernos a escaseces, a recortes económicos inevitables y tratar de hacer libros hermosos. Quizás no tratar de hacer muchos, pero hacer libros hermosos. Eso se pudo hacer porque había una cabal comprensión en la Oficina del Historiador de la necesidad de que estos libros salieran de esa manera.
Sabíamos que podíamos hacer uno o dos libros a todo trapo en el plan, y otros más modestos, pero esos más modestos queríamos que tuvieran también una buena cubierta, que tuvieran un buen papel en la tripa, que si podían tener solapa, la tuvieran, no había por qué renunciar a la solapa porque se hiciera el libro en Cuba.
En Cuba se pueden hacer buenos libros también, y creo que aportamos esa voluntad, por encima de todo hacer buenos libros, hacer libros bellos y demostramos que en Cuba también se pueden hacer, que no había que imprimir solo en España. Se podían hacer en Cuba y nuestros diseñadores eran capaces de concebir un libro hermoso, y yo creo que eso lo demostró Boloña.
¿Qué no pudo lograr la editorial, y por qué?
La editorial no pudo lograr hacer todos los libros que hubiera querido hacer; tenía los originales en su poder, pero no había dinero para todo eso. Hay restricciones económicas que siempre estuvieron gravitando sobre nosotros. Teníamos una cifra fijada cada año para pagar derecho de autor y no podíamos pasarnos de ahí, so pena de no poder pagarle al autor. Y nosotros no le pagábamos al autor nada excepcional, pagábamos por la Ley de Derecho de Autor, no violábamos nada; pagábamos lo que estaba establecido, pero teníamos una cantidad, y teníamos una cantidad para imprimir y no podíamos pasarnos de ahí. Por lo tanto, la principal limitación que pudo tener Boloña fue no tener más dinero para hacer más libros.
Quizás a mí me queda el deseo, porque después de que me jubilé he podido hacer libros para niños en otras editoriales, y hubiera sido hermoso hacer libros para niños y jóvenes enseñándolos a amar, a cuidar y a conservar el patrimonio, creando esa voluntad y ese interés en cuidar lo que existe. Creo que ese es un sentimiento sano que nos hace mucha falta, además cuando se ve tanta depredación por ahí, quizás eso se nos quedó, pero no se podía hacer todo. Algo tenemos que dejar a los demás.
¿Qué le dices a los que prosiguen hoy allí?
A mí no me gusta dar consejos porque generalmente uno no oye consejos, pero yo creo que lo que hay que hacer es trabajar, y mi recomendación o mi mensaje, o lo que sea, sería: Trabajen como trabajamos nosotros, enfréntense a las dificultades como las enfrentamos nosotros, traten de ponerse por encima de ellas, y trabajar con la perspectiva de que estás trabajando para la cultura de tu país y eso es lo que queda. Lo que hay es que trabajar mucho y pensar que estamos trabajando para el lector del futuro, que dentro de cincuenta años va a haber gente que va a estudiar por esos libros que nosotros hicimos, que van a aprender de esos libros que nosotros hicimos. Entonces yo creo que eso es lo más importante.
Fuiste reconocida con el Premio Nacional de Edición, y formas parte de ese gremio, ¿consideras que hay una escuela cubana de edición?
Yo no me he puesto a pensar si hay o no una escuela cubana de edición. Creo que en determinado momento se puso de moda escuela cubana de todo. Yo creo que está comprobado que hay una escuela cubana de ballet, es algo que está estudiado y de lo que tenemos la prueba fehaciente porque tenemos la compañía, los bailarines…
Sí sé que existe una voluntad de los editores cubanos de trabajar bien porque conozco a muchos de mis colegas, he compartido con ellos, hemos trabajado juntos en Letras Cubanas, en Boloña; y sé que hay una voluntad y un rigor por el trabajo, quizás a veces intervenimos mucho en los libros. Hay editores que dicen que eso es un problema del autor. Nosotros no, nosotros nos cogemos el problema para nosotros y nos metemos ahí con el autor para tratar de solucionarlo y a veces lo solucionamos, sin imponer la solución. Creo que hay esa compenetración, ese trabajo tan cercano del editor con el autor. Sí pienso que puede ser una característica de los editores cubanos que, cubanos al fin, seguimos las normas, pero no al pie de la letra; seguimos la tradición o la rompemos; le hacemos caso unas veces a unas cosas y otras veces no; somos un poco incoherentes hacia eso que en otros lugares es establecido y es de una manera, y nosotros a veces lo cambiamos por otra manera, porque nos parece que puede ir mejor, porque con ese estilo se aviene más esta manera.
No he compartido realmente con jóvenes editores, es un trabajo solitario. En las editoriales donde he trabajado prácticamente he sido la única que está porque son pequeñas, y en otros casos no he estado sola, pero no coincidimos y sé por los nombres, cuando leo los créditos de los libros que se publican, que no son jóvenes, son más o menos contemporáneos conmigo o un poquito más jóvenes, pero pienso que sí, que debe haber jóvenes interesados en hacer ese trabajo y que lo disfruten como lo hacemos nosotros.
¿Que se van a equivocar? Sí se van a equivocar. Yo todavía no quiero ni que mencionen los primeros libros que yo hice y cuando los veo citados por ahí, digo: “¡Ay, Dios mío que no citen la parte en que tiene la errata tal!” Claro que sí, esos jóvenes se van a equivocar porque van a aprender en el camino, van a hacer camino al andar. Pienso que la generación nuestra no fue mejor o peor que ninguna, van a aprender.
Silvana está jubilada pero no retirada, háblanos de los proyectos en que estas involucrada
Yo trabajo en el Fondo Cubano de Bienes Culturales, estoy contratada ahí de manera estable. Atiendo la revista Pauta, que es una revista de artesanía, de artes aplicadas, muy interesante porque es algo nuevo. Uno siempre, a pesar de los años, se enfrenta con cosas nuevas y me encanta el hecho de trabajar con la artesanía porque me parece que siempre la han visto como un pariente pobre cuando tiene tanta importancia en la vida material de los cubanos y nuestras tradiciones porque cuando tú hablas de una tradición, hay una tradición de bordado que es un crimen que se pierda, hay una tradición de cestería que existe y está ahí, pero además, cuando tú miras en tu entorno, es difícil que mires en una casa cubana y no encuentres algo artesanal, un mueble, un adorno o un objeto de cocina, y te miras y dices: “es raro el día que salgo a la calle sin llevar sobre mi cuerpo algo artesanal, un collar, una prenda de vestir, unos zapatos, un accesorio”. Trabajar en una revista que le dé valor y que tenga a esas manifestaciones en su justo lugar es muy bonito, pero además trabajamos en libros.
En Collage Ediciones están recién salidos del horno y acabados de presentar el libro Mar adentro, que son crónicas de Israel Rojas con un CD que tiene versiones instrumentales de canciones del grupo Buena Fe. Es un libro bellísimo. Israel es un cronista que te atrapa y no te deja soltarlo, yo empezaba a leer el libro y no podía dejarlo, tiene mucha garra como escritor. Y el segundo libro es Matria de Gabriel Dávalos, con fotos de ese vínculo que él establece entre un bailarín y la ciudad.
Va a salir pronto, ya está impreso, pero no está en Cuba, un libro dedicado a Lesbia Vent Dumois con toda su obra, comentarios, crítica, muy hermoso; y estoy haciendo, en este momento, un libro sobre Rita Longa, que es otro gusto, otro placer de trabajar. Eso es con el Fondo de Bienes Culturales.
Con Ediciones Polymita, de Julio Larramendi, también trabajo habitualmente hace ya casi diez años. Hacemos sobre todo libros de arte o libros de naturaleza. Acabamos de terminar el libro La Habana, dimensión arqueológica de un espacio habitado, con el equipo de especialistas del Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador.
Estamos haciendo uno ahora sobre los aborígenes cubanos y sobre la presencia de esa cultura aborigen en la actualidad, no solo en la cultura, sino también en la sangre, en el ADN, que va a abrir perspectivas interesantes. Sigo haciendo libros y sigo trabajando, me mantiene activa, viva y feliz.
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