Evocación de María de los Ángeles Santana (III)
1 de octubre de 2021
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En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999, Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.
Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».
Aquellas jornadas en el hotel Internacional, de Varadero, resultan en verdad difíciles de borrar. Recuerdo cada pasillo, escalera, los closets vestidores, las puertas ventanas y el balcón… iEl balcón!
Mi madre, Elsa, una acuariana previsora y organizada, siempre me enviaba con un enorme maletín lleno de mudas de ropa y medicamentos para el asma, que pocas veces me acordaba de utilizar. Todo el tiempo yo andaba en shores minúsculos, descalzo, mi piel dorada por el sol, el cabello casi rubio pelado a lo alemán, y el asma no venía o yo no la sentía llegar. Como las funciones del segundo show -que a veces me atrevía a ver sentado casi en la pista y señalando acusador cuando los bailarines y figurantes equivocaban algún bocadillo o movimiento- terminaban verdaderamente tarde, al otro día mis tíos estaban muertos de cansancio y nuestros ciclos vitales discurrían por sendas diferentes. Además, siempre he sido de mal dormir, cinco horas a lo sumo. Y ya al amanecer me entraba hambre, la playa representaba una promesa y el irme de exploración en pos del mítico tesoro nunca encontrado –hacia la parte de Dupont, rodeada de escarpados farallones en cuyas cimas había pintorescas casas mirando el mar-, significaba algo realmente inquietante para un Aries tan geminiano y ocurrente como ya era desde entonces. El caso es que me escapaba a la cafetería –tenía unos talones que me facilitaba Enrique Núñez Rodríguez (otro gran amigo de mis tíos) y me permitían estar merendando pasteles de guayaba, cocteles de fruta, jugos de naranja, bocaditos de jamón y queso o hots cakes cuantas veces quisiera en el día- y acabado de comer me tiraba a chapotear en la playa. A veces, despertaba a Enrique, siempre bonachón, jaranero, quien dormía en el sofá de nuestra cabaña, acompañado en oportunidades por unos perros que nos visitaban cada madrugada. ¡No me puedo explicar todavía cuál era el misterio de aquellos perros locos por entrar cada noche a nuestra sala para dormir en el sofá con Enrique! ¡Quizás el tenía sangre para los animales!
El mar siempre ha ejercido una fascinación enorme sobre mi familia entera. Años atrás, Julio y Mary se iban mar adentro en el Ícaro y, de no ser por su vida artística siempre tumultuosa, habrían desaparecido de La Habana durante semanas. Mi padre Enrique y su suegro, mi abuelo Mario, se deleitaban yendo a pescar en bote durante madrugadas enteras. Mi madre era excelente nadadora y su hermano, mi tío Mayito, una especie de delfín alocado que se alejaba brazas y brazas hasta perderse de vista en lontananza. En una ocasión –yo era muy pequeño o no había nacido- la Santana y Mayito (de nombre artístico Fernando Vega), quienes siempre tuvieron gran afinidad –incluso artística, pues ella lo estimuló en sus primeras composiciones musicales, lo llevó a hacer teatro al Martí y luego a participar en las primeras películas del cine cubano-, nadaron juntos custodiados por una lancha costera. ¡Desde Santa Fe hasta el Morro! ¡Lamento tanto haberme perdido esta aventura, tan increíble como aquella muy célebre en que ella y Julio fueron vistos por los asombrados habaneros montando en una motocicleta Harley Davidson sobre el muro del Malecón, allá por los 40!
El caso es que en Varadero yo andaba como perro por su casa. Al regreso, mi madre, constatando sus inquietudes y premoniciones de que todas las mudas estarían tan limpias y primorosamente dobladas como ella las dejara, intactos los medicamentos del asma y mi aspecto general denotando el más acendrado salvajismo robinsoniano, me solía preguntar:
-¿Y tus tíos no te sacaban a pasear?
-Sí, yo iba al cabaret y me sentaba en la barra a beber con los demás borrachos.
–¿Bebías?
-Sí, Ginger ale, Ron Collins, Blody Mary -que era una bebida que en mi imaginación los cantineros habían inventado en honor a mi tía- y cervezas. Ya me sé todas las canciones del show-en realidad esto no era ficción alguna y Mary siempre se maravillaba de cómo, pese a mi corta edad, podía aprenderme las letras y apenas desentonaba en los largos repertorios musicales de Un, dos, tres aventuras (donde conocí a los famosos integrantes del célebre cuarteto de Meme Solís) y años más tarde, a inicios de los setenta, de Me caso con una sirena.
–¿Y cuándo ibas a la playa?-proseguía mi madre su interrogatorio usual. ¿Ellos te cuidaban?
-Sí, ellos me cuidaban mucho… desde el balcón.
–¿Qué balcón? ¿Qué balcón?
-El de la habitación.
-¿Yen qué piso del hotel estaba la habitación?
-En el tercero, o el cuarto, mami, ¿eso qué importa?
Mi madre quedaba sin palabras. Pero nunca rehusó a que me fuera con ellos. Vencía estoicamente sus temores y me dejaba volver. Seguramente conocía la alegría que significaba para mí acompañarlos en sus correrías.
(CONTINUARÁ…)
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