Los Idus de marzo de Cintio Vitier
25 de septiembre de 2021
|Por: Félix Julio Alfonso López
En marzo de 1974, el historiador Sergio Aguirre publicó en la revista Revolución y cultura, órgano del CNC, un artículo que pretendía establecer los derroteros por los que debían transitar los investigadores cubanos sobre el pasado. El texto de marras se titula “La trampa que arde” y está datado en noviembre de 1973. Con lenguaje amenazador y didascálico al mismo tiempo, Aguirre intentó pautar el campo académico de los historiadores cubanos con una línea de pensamiento uniforme, que incluía no pocos extravíos, entre los cuales estaba el ataque directo a aquellos estudiosos considerados no marxistas, colocados bajo las más diversas etiquetas: positivistas, idealistas, católicos y liberales.
El antiguo historiador marxista se quejaba del “déficit cualitativo” que exhibía la producción historiográfica del momento, y la emprendía contra los que se ocupaban “de narrar con minucia los hechos históricos”, los que escribían “historia idealista”, los “católicos que han logrado convencerse a sí mismos de que no intentan dañar el proceso revolucionario y lo único que piden es una sencillez: decir lo que les dé la gana”, y los “liberales de combate que quieren lograr patente de circulación en una sociedad socialista”. Para el autor de las “Quince objeciones a Narciso López”, lo más importante para un historiador cubano revolucionario, independientemente de la cultura que poseyese o de su trabajo en archivos y bibliotecas, era “manejar los principios fundamentales del marxismo leninismo”.
A tales desmanes parece responder el prólogo de Manuel Moreno Fraginals a la edición definitiva de El Ingenio, fechado en febrero de 1974, (pero que no fue publicado hasta 1978) donde explica su método de trabajo: “Venimos sin interés polémico y sin presunciones de entregar una nueva y definitiva interpretación de la historia de Cuba (…) Hemos ido hacia una obra de investigación analítica y densa, porque creemos que la Revolución necesita estudios básicos, con firmeza en los métodos empleados y en las fuentes de documentación. Hasta aquí hemos llegado. Que se nos perdone si a veces ponemos demasiada pasión en nuestras frases. No nos avergonzamos de ello: la pasión es el más noble ingrediente de la historia”. Por ese acto inefable que Lezama Lima llamó “azar concurrente”, y seguramente sin saberlo ninguno de los dos, el prólogo de Cintio Vitier a su libro Ese sol del mundo moral, está fechado un mes más tarde, en marzo de 1974, y debe ser leído también como otra respuesta, inteligente y sutil, desde un interés y una sensibilidad diferente, a aquellos que pretendían empobrecer y desunir la cultura cubana con criterios intolerantes y dogmáticos.
Cintio no era un historiador profesional, ni tampoco pretendía con su obra establecer un canon historiográfico. Desde el inicio reconoce con honradez que en su ensayo no había “hecho trabajo de historiador en el sentido riguroso del término. Para ello hubiera tenido que investigar la relación de los sucesos éticos más relevantes de la historia cubana con las estructuras socioeconómicas y con el devenir político y cultural en todas sus manifestaciones” y añade con probidad: “Esta sería una tarea distinta, mucho más compleja y científica que no es la que corresponde a un poeta sencillamente enamorado de su patria.” Es pues, desde esa atalaya poética y patriótica, que emprende una búsqueda de las raíces morales de la nacionalidad cubana, o como prefiere llamar a esta indagación: “la captación de un proceso espiritual concreto: el de la progresiva concepción de la justicia, y las batallas por su realización, en la historia cubana”. No se trataba de una historia de las ideas en un sentido puro o abstracto, sino de explicar la manera en que las doctrinas de justicia social habían encarnado en actos liberadores, que redimían a los seres humanos y rescataban a un país de seculares dominaciones.
La osadía de este libro, en tanto proyecto intelectual emancipador, rebasaba la inopia mental de aquel momento. No resulta aventurado suponer que entre esos que Aguirre llama con ofensa “católicos que quieren decir lo que les dé la gana” estaba Cintio Vitier. Con la diferencia de que Cintio, que se declara con leve ironía en su prólogo “aspirante vitalicio a poeta y a cristiano”, hablaba con el corazón de un patriota y la lucidez de un intelectual honesto y martiano hasta los tuétanos. Era un compendio de ideas que desafiaban, desde una auténtica cultura humanista, la modorra y el maniqueísmo imperante, que comenzaba citando la Filosofía del derecho de Hegel, en una época donde citar a Marx era obligado artículo de fe, aunque Marx aparezca luego de manera diáfana en el texto, en fecundante diálogo martiano, y que en lugar de analizar los procesos económicos o sociopolíticos, apuntaba su brújula a una dimensión espiritual, como es el caso de la eticidad, todo lo cual resultaba transgresor y subversivo.
Lo terrible y paradójico al mismo tiempo de su censura, lo que impidió su publicación en aquel momento, es que el ensayo tomaba como guía de su meditación a la figura de José Martí, a quien declara ser “uno de aquellos hombres “acumulados y sumos”, como él llamó a otros, que llevan en sí la agónica rectoría moral de sus pueblos”. Y por si fuera poco, el discurso se concebía guiado por una reflexión de Fidel en el vigésimo aniversario del Moncada, el 26 de julio de 1973, donde afirmaba, refiriéndose a Martí: “En su prédica revolucionaria estaba el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que él fue el autor intelectual del 26 de Julio.” A lo que acota Cintio: “Es ese “fundamento moral”, con sus antecedentes premartianos y sus vicisitudes hasta nuestros días, lo que va a constituir el centro y el norte de nuestra pesquisa”. Y ya casi al final destaca el carácter de la Historia me absolverá “como una pieza ética de primera magnitud”. Se trataba, en suma, de una obra plena de espiritualidad cristiana, martiana y fidelista.
La frase que da título al libro, es un fragmento de aquel apotegma de Luz y Caballero en que decía: “Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres —reyes y emperadores—, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de justicia, ese sol del mundo moral”. Después de Martí, Luz es el otro gran adalid intelectual que guía las reflexiones de Cintio, y que resume la evolución del pensamiento cubano desde su tío el presbítero Caballero, pasando por Varela, Saco y Delmonte, hasta llegar al maestro de El Salvador, de quien afirma:
Saco fue hombre de una sola pieza. Varela, aficionado al violín en su juventud y fundador de la Sociedad Filarmónica de La Habana, mucho más sensible y dinámico, fue capaz de evolucionar de la filosofía ecléctica o “electiva” a la prédica revolucionaria y después a la espiritualidad evangélica más fina. De los tres principales discípulos del padre Agustín, José de la Luz y Caballero, sobrino suyo, fue el más complejo y el preferido por Martí, que recibió su legado espiritual desde el tránsito a la adolescencia, en el colegio de Rafael María de Mendive, discípulo de Luz.
La trama discursiva del ensayo sigue la cronología del devenir cubano, desde aquel mestizo Miguel Velázquez, que proclamó a su patria en el siglo XVI “triste tierra tiranizada y de señorío”, hasta la revolución de Fidel Castro, trazando con frases fervorosas, imágenes deslumbrantes y pluma ensayística, los avatares ideológicos, filosóficos y estéticos que conllevaron al surgimiento de una conciencia nacional, los procesos revolucionarios que consolidaron la nacionalidad y propiciaron el surgimiento de la república y aquellos que combatieron contra el modelo neocolonial impuesto en 1902. Es una lección de historia escrita desde la pasión del poeta, la honestidad cristiana y el conocimiento cabal de las grandes tradiciones de la historiografía y el pensamiento cubano, aspecto este último que tuvo en su padre Don Medardo, a uno de sus más autorizados estudiosos.
Una de las líneas maestras en este ensayo es su explicación ecuménica y fraterna del acontecer de la cultura cubana. A diferencia de los exaltados y vociferantes apologistas del dogmatismo, en el discurso de Cintio predomina la visión culta, el acento humanista y la erudición serena. Como ejemplo de que un conservador católico y un revolucionario de izquierda formaban parte de la misma tradición cultural, Cintio refiere la fiel amistad que unió a José María Chacón y Calvo con Pablo de la Torriente Brau, de cuya casa en Madrid partió a luchar por la República española. Cita con absoluta naturalidad y pondera los estudios sobre Martí de intelectuales ideológicamente diversos, como son los casos de Juan Marinello, Jorge Mañach, Emilio Roig y Medardo Vitier y también los de Carlos Rafael Rodríguez sobre Luz, Chacón y Calvo sobre Heredia, Antonio Hernández Travieso sobre Varela y Roberto Agramonte sobre José Agustín Caballero. Con el mismo acierto reverencia la monumental obra etnográfica de Fernando Ortiz y añade que en ese campo también se distinguió Lydia Cabrera con El Monte y La sociedad secreta Abakuá.
A diferencia de los alabarderos del sectarismo, en Cintio no hay descalificación ni ofensa contra los creadores que practicaban la ideología marxista. Sobre la poesía social de Nicolás Guillén, cuyo ejemplo capital lo es sin dudas su Elegía a Jesús Menéndez, reproducida extensamente en sus páginas, afirma Cintio con honda emoción: “La justicia y la poesía, hermanadas desde Heredia, fundidas en Martí, volvían a combatir juntas en poemas como éste, vivo mural trágico donde, sobre la vindicativa etopeya del “Capitán del Odio” y las cotizaciones manchadas de sangre de Wall Street, se eleva el tallado elogio de Jesús, “negro y fino prócer, como un bastón de ébano”. Más adelante, resuelve con prestancia la sospecha de los intelectuales comunistas contra los poetas católicos de la revista Orígenes, cuando dice: “Con el tiempo se haría ostensible que Orígenes no era enemigo de La Gaceta del Caribe, sino que el enemigo de ambos era la frustración de la república y la traición de los gobernantes”.
Una de las páginas más conmovedoras de este libro, es aquella en que describe, con trazos breves y precisos, el devenir de la poesía cubana desde Heredia hasta la generación de Orígenes, y fertiliza como la emoción patria, de manera evidente o subterránea, es la imagen que guía siempre el misterio de sus versos. Me permito citarla in extenso:
Heredia había iniciado la conciencia poética de la patria, la libertad y la justicia. Plácido apresó la bondad en límpidos giros; Manzano, el esclavo, en la sombra estoica. José Jacinto Milanés, al descubrir la pureza, descubrió el escrúpulo, pasión del alma. Poetas del alma fueron Zenea y Luisa Pérez. Casal tocó el fondo metafísico de la desolación colonial cubana. En Martí lo íntimo y lo revolucionario se integraron en una sola agonía de signo redentor. Frustrada la república, Poveda y Boti buscaron refugio en la palabra, mientras Acosta se acercaba, en La zafra (1926), al lugar del crimen: los cañaverales, “el coloso norteamericano”. Martínez Villena rompía el hechizo, reasumiendo la ética martiana, pero al caer con la vanguardia de su generación dejaba al país entregado a la farsa y a su contrapartida el “choteo”, musas tristes de Tallet. Una nueva ética social, campesina y proletaria, que se anunciaba en Navarro Luna y en Pedroso, halló su formulación más plena en Guillén y su interiorización más fina en Mirta Aguirre. Otros líricos del “alma trémula y sola” proseguían su monólogo: Dulce María Loynaz, Brull, Ballagas, Florit, el aislado Samuel Feijóo, maestro de los coloquios del alma con la naturaleza y con los pobres, explorador de la sabiduría guajira. Vestido de memoria o de misterio, el “imposible” a la vez íntimo y nacional, histórico y trascendente, se apoderaba de los poetas de Orígenes.
Es notable también su reflexión en torno a tópicos de gran sensibilidad humana, como es su mención al testamento político del líder estudiantil José Antonio Echeverría, joven de profunda fe católica, y los intentos torpes de algunos extremistas de ocultar esa creencia tras el triunfo de la Revolución, suprimiendo unas líneas donde aludía al favor de Dios “para lograr el imperio de la justicia en nuestra patria”. Sobre este pasaje, Cintio le cede la palabra a la severa crítica de Fidel a quienes pretendían, con esas mutilaciones, entronizar una versión falaz y perversa del análisis de los sujetos y procesos históricos.
Para el poeta, el triunfo de la Revolución el 1 de enero de 1959, no solamente desquició el antiguo régimen de dominación neocolonial, sino que también aquel día la patria “que estaba en los textos, en los atisbos de los poetas, en la pasión de los fundadores, súbitamente encarnó con una hermosura terrible, avasalladora”. Aquella jornada épica es narrada como el advenimiento de una epifanía:
Y entonces llegó, con el día glorioso, con el primero de enero en que un rayo de justicia cayó sobre todos para desnudarnos, para poner a cada uno en su exacto sitio moral, la confrontación de los fragmentos de la realidad, que andaba rota y dispersa, a más de deshonrada: por lo tanto absurda, o enloquecida, o yerta. En un pestañear se rehízo la verdad, que estaba deshecha, en agonía o sepultada. La verdad, la realidad poética, la sobreabundancia del ethos desbordando las pesadillas de las puertas del infierno.
Pese a todo, se trataba de un proceso preñado de conflictos y sobresaltos, no solamente para las clases dominantes/dominadas, despojadas de sus privilegios y que abandonaron en masa el país, sino también para los hombres y mujeres de carne y hueso, trabajadores manuales o intelectuales que debían construir la nueva sociedad, al mismo tiempo que se transformaban a sí mismos. Por eso afirma con íntima vivencia:
Las hazañas y los logros de la Revolución, con sus dificultades, errores, problemas e insuficiencias, no tienen nunca un carácter estático; son otros tantos pasos dialécticos hacia el cumplimiento colectivo de un bien que en cierto modo impulsa y guía, a la vez que pone el sello de autenticidad a cada uno de esos pasos. La vivencia de la Revolución año tras año, día tras día, no iba a ser idéntica a la vivencia del triunfo de la Revolución en enero de 1959. Conflictos, perplejidades y desgarramientos serían el precio obligado para algunos. Pero de aquella primera vivencia había algo que se mantenía indestructible, vivo al fondo de todos los sucesos. Ese algo era, es, la raíz ética: raíz, como la propia palabra lo indica, no prescriptiva o normativa sino sustentadora y nutridora, nutrida ella misma de los jugos primigenios, de la tierra original del hombre, del acumulado humus de la patria.
Las páginas finales del libro nos llevan al 26 de julio de 1959, y la llegada de miles de campesinos a la ciudad con “la mano armada pero sin ira”, para conmemorar la fecha del Moncada. Aquella visión de los que llama con emoción “los sacros campesinos, el ejército más hermoso del mundo”, representaba para el poeta la imagen de una fecundación histórica: “para encarnar la palabra en la tierra, lo invisible en lo visible, la poesía en la historia”. Pero también era el comienzo de “otros combates”, en cuyo devenir era fundamental el hecho de que existía la Revolución misma, en tanto “raíz, coherencia, identidad”.
Vetada su publicación en Cuba por las sinrazones de la rigidez y la intolerancia, el libro apareció en México, por la Editorial Siglo XXI en 1975, en su colección de Teoría. No fue el único texto suyo que encontró espacio en dicha casa editora, fundada y dirigida por el argentino mexicano Arnaldo Orfila Reynal, pues su primera narración de ficción De Peña Pobre: memoria y novela, vio la luz en México en 1978 y dos años más tarde en La Habana, por la Editorial Letras Cubanas. En el caso de Ese sol del mudo moral la espera fue más larga, exactamente veinte años, aunque como me recuerda el fraterno Norberto Codina, al constituirse en 1986 el Consejo Editorial de Ediciones Unión, con Ambrosio Fornet al frente, este propuso publicar entre sus primeros títulos Ese sol del mundo moral, cuestión que se vio dilatada por otros avatares, incluyendo la llegada del llamado “periodo especial”. Finalmente, superados los agravios y desvaríos ideológicos de lo que algunos llaman “quinquenio” y otros “decenio” gris, el libro fue publicado en su patria en 1995, el lugar al que pertenecía por derecho propio y a cuyo pueblo estaba destinado.
Por esos secretos del hado, llegó cuando más necesario nos era, entre las turbulencias de la grave crisis económica de los años 90, y abrigo la íntima certeza de que su presencia en las librerías y bibliotecas nos ayudó también a resistir, en aquello que era su esencia, es decir, mantener viva la idea de libertad y soberanía, frente a los terribles desafíos internos y externos que retaban por aquellos años a la Revolución, no muy diferentes a los que seguimos confrontando ahora. Por eso me gusta pensar en Ese sol del mundo moral como un libro que renace siempre, que es capaz de derrotar imposibles históricos, como tanto le gustaba conjeturar a Lezama, y que expresa como pocos, en un lenguaje ameno, cordial y profundo, la verdadera naturaleza de las luchas y sacrificios del pueblo cubano, en aras de realizar aquel supremo ideal martiano: “conquistar toda la justicia”.
25 de septiembre de 2021, Centenario de Cintio Vitier.
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