Evocación de María de los Ángeles Santana (II)
7 de septiembre de 2021
|
En ocasión de haberse cumplido este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999, Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.
Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».
También recuerdo los shows del Capri (En los tiempos de mamá y papá, antecedente inmediato del televisivo San Nicolás del Peladero), del Riviera, del teatro Mella con su inolvidable Tia Mame, dirigida por el no menos y admirado Nelson Dorr, un gran amigo de la familia –tan Leo y brillante como la Santana. Nunca me pude explicar cómo en aquella obra una misma mujer podía estar haciendo tantas cosas diferentes, en una misma noche, en un mismo teatro, que se multiplicaba hasta el infinito gracias a la magia de la escena. Tia Mame me hizo descubrir a Tía Mary en una dimensión totalmente desconocida hasta entonces.
Las Santana, con su desempeño posterior en otras tantas obras – entre las que me agrada recordarla en su rol de la suegra de Therèsse Raquin, la Ercilia de Entre mamparas (dirigida por Consuelo Elba, otra buena amiga)) y tantas más, ha logrado que entienda con creces el inimitable fenómeno de su actuación desenfadada, natural histrionismo y arrollador carisma en la escena, capaz de hacer que un público delirante rompa en aplausos con solo verla surgir de entre bambalinas al inicio de la obra –sin que ella haga un gesto o diga algo para ganarse ese aplauso– o que al final, tras descorrerse hasta diez veces un telón, continúen cientos de personas, ahí de pie, durante minutos, efusivas, solidarias.
Recuerdo aquel infortunado accidente durante el cual, un ratero que iba en moto, arrastró a la Santana por toda la calle Paseo con tal de arrebatarle una cartera en que apenas llevaba dinero. Impertérrita, ella se tapó las heridas con polvos y coloretes y salió a la escena como si tal, aunque el maquillaje no podía impedir que a veces la sangre escapara de sus numerosos golpes, arañazos y magulladuras. Verla llegar –al apartamento de F y 15, donde vivimos desde los años 60 hasta 1989– toda vendada y con mercurocromo, es una imagen que todavía me niego a olvidar. Escucharla contar de dónde pudo sacar fuerzas para dar aquella función, en la que, como de costumbre, debía cantar, bailar, actuar, hacer reír, y llorar, iluminar con su presencia la escena completa, me demostraba a mis seis, siete, ocho años, que existía algo diferente en aquella mujer, cuyos ojos dorados siempre brillaron de una manera muy especial, como si llevaran dentro de sí un sol particular.
Ya por entonces conocía vagamente un cuento referido en la familia, en el que con su madre, Adela Soravilla, gravemente enferma, mi tía –con la profesionalidad y entrega que siempre le han caracterizado–- siguió actuando hasta el final, sin interrumpir jamás la obra…
En medio de mis paseos, siempre recuerdo a tío Julio como el ser alocado e impetuoso de la familia, una persona auténtica aventura, impredecible y de una sinceridad a toda costa al dirigirse a un niño. Mary, en cambio, se me aparecía eternamente como la salvadora de ciertos lances en que a veces tío ponía a toda prueba mi temperamento de niño solitario y sobreprotegido. En una ocasión, él me llevó al parque deportivo Camilo Cienfuegos. Siempre apasionado por cuanto oliera a indígena, yo trepé a unos caneyes que se alzaban en plataformas sobre el agua. Luego fue tirarme con unos pillos del barrio también a una piscina, corretear por la arena y, finalmente, ir al Arlequín a recoger a Mary de un ensayo. Lo verdaderamente anecdótico del cuento es que tío casi me había secuestrado de mi casa vistiendo solamente un minúsculo short de color verde, sin camisa, descalzo. Así me llevaría luego por toda La Rampa hasta la pequeña sala. La aventura, que me había resultado placentera, excitante en sus comienzos, repentinamente me puso a llorar a grito pelado, pues ya eran demasiadas situaciones anormales y arbitrarias para mí. Al verme, como siempre justiciera, con su voz aguda elevándose hasta el final de la sala, mi tía, cual hada redentora, le dijo: -“¡Este niño está avergonzado, Julio! ¿Es que no ves qué aspecto tiene, así mojado, con los pies y las rodillas negras del polvo de las calles, lleno de arena hasta el pelo? ¿Cómo se te ocurre traerlo de esa manera al teatro?ˮ
El apartamento de Línea y su providencial baño fueron mi salvación aquella tarde. Tío me había traído sin ropas, pero yo no había olvidado mi bola de plastilina y luego de un almuerzo en el cual descubrí que también los niños podían comer huevo frito con abundante cátsup y algo tan delicioso como el plátano chatino, estuve la tarde entera rellenando con figuras de masilla la repisa del balcón de mi tía, que siempre era harto elogiosa hacia mis habilidades para el modelaje y, premonitoriamente, vaticinaba: algún día serás artista.,
Varadero significaba, ya desde entonces, un paraje remoto en mi vida. Vuelve a aparecer aquel MG negro desbocado en las carreteras del este – lo mismo
bajo un sol abrasador, que contando estrellas de madrugada–, tío al volante y la Santana de copiloto. En el centro, sobre un cojín de motivos marinos –viejos recuerdos del yate Ícaro siempre fondeado en Jaimanitas–, el niño de la mirada inquisitiva con sus pelos más erizados que nunca y los ojos devorando el mundo. A veces, pese a aunque era inapetente, de muy mal comer, significaba un verdadero regocijo hacer paradas en aquellos puestos de perros calientes, papas fritas, helados y maltas de la autopista, donde te servían en la ventanilla del auto.
Llegados a Matanzas, mi tía, con su imaginación siempre desbordante y elocuencia ilimitada, me hacía maravillosas historias sobre las viejas casas del litoral, especialmente una en la que ellos habían pasado su luna de miel allá por los años 40. ¡El mundo del ayer se me revelaba en esos momentos con la misma pulcritud que luego descubriera en las obras de Miguel de Carrión o en los cuentos de Renée Méndez Capote!
Quizás el hecho de que nunca tuvieron hijos y el no estar permeados por los hábitos convencionales de quien se siente con la responsabilidad de “llevar a un niño por el buen camino”, hicieron que entre mis tíos y yo jamás hubiera secretos. Con la mayor libertad del mundo hablaban delante de mí cosas, precisamente esas cosas prohibidas que, sobre todo por su misterio, tanto suelen gustar a los niños (y aún más si son de mirada inquisitiva) y en mi ámbito familiar hubieran resultado impensables. Así yo, por un lado me eduqué escuchando al abuelo Mario leerle en voz alta a mi abuela Emilia biografías de Stefan Sweig –la decapitación de María Antonieta y el hecho de que encaneciera en una noche, eran de nuestros pasajes preferidos–, tenía en mis tíos una fuente constante de información más realista y mundana sobre la vida y milagros de todos aquellos artistas que luego vería en la televisión e, incluso, de visita en su casa.
(CONTINUARÁ…)
Galería de Imágenes
Comentarios